Ahmad y Aya Youssef eran gemelos, nacieron al mismo tiempo y, desgraciadamente, fueron asesinados por gas sarín el mismo día, mucho antes de lo esperado por la expectativa de vida.

Siria se desangra desde hace años en una cruenta guerra civil, mientras el resto del mundo observa consternado los horrores de la guerra como si de un videojuego se tratase. La preocupación nos dura lo que tardamos en llenar el carro de la compra, ver los wasap del smartphone o conseguir una ganga en Amazon.

Por otro lado, me pregunto qué podemos hacer los ciudadanos, salvo horrorizarnos y buscar la satisfacción efímera de la compra compulsiva. Hace siglos sufrimos el yugo de los señores feudales, después de los monarcas absolutos y, ahora, de las grandes corporaciones multinacionales. Han pasado seis largos años, en los cuales ha habido cambios en los gobiernos de las superpotencias, algunos de distinto signo ideológico. Pero el conflicto sirio sigue vivo e igual de mortífero, tal vez porque los corazones de nuestros dirigentes laten al ritmo que marcan los índices bursátiles y el EBITDA. Los negocios más lucrativos a nivel mundial siguen siendo la prostitución, el tráfico de drogas y la venta de armas. El conflicto de Siria permanecerá enquistado mientras no haya garantías para los intereses económicos de esos monstruos corporativos que solo miran el BPA y el PER.

Cuando finalice la guerra en Siria, estallará otro conflicto, los niños seguirán sufriendo la violencia, tal vez en Irak, en Nigeria, o se morirán de hambre en Sudán del Sur. Nosotros seguiremos observando aterrados los desastres del choque de civilizaciones, pero solo es cuestión de cambiar de canal, hacer un zapping, renovar el iphone o esperar pacientemente a que llegue el black friday. Mientras, miles de niños como Ahmad y Aya pierden su vida prematuramente de manera injusta y dolorosamente cruel.