Antonio González Pacheco; el salvaje honoris causa de la brigada político social del franquismo.

Un torturador condecorado por mérito policial, bajo un escalofriante concepto de servicio patrio, que ejerció con impunidad su brutalidad sádica en el equipo antiterrorista de la dictadura.

Admirador de los guerreros de Cristo Rey y heredero de armas manchadas por fascismo italiano, fue adalid de la tortura sobre toalla mojada; referente del dolor marcado a fuego en la piel, un suplicio mórbido y atroz que inflingía a los presos que caían en sus manos.

La Audiencia Nacional se negó a extraditarlo por considerar que sus torturas no eran parte de un "ataque sistemático". No le tiembla al tribunal sin embargo el pulso para condenar a obreros disidentes a una vida de presidio, legitimando sentencias imposibles con proceder oscuro y parcial.

Solo hay que ver el semblante desencajado que los que le han conocido reflejan al escuchar su nombre, el del funesto verdugo ejecutor del cadalso. La suya, una impronta imborrable, suficiente para volver asesino al humanista.

Para él si hubo amnistía. Para él si existió la prescripción y el derecho al olvido. El carnicero funesto, el sanguinario perverso arropado por Ley.