Para ser sincero, son pocas las mujeres cuya sola presencia despierta mi curiosidad. Cuando eso ocurre, trato de imaginar su pasado, sus pensamientos y sus esperanzas, las circunstancias que ensombrece su mirada, como eran el rostro y la vida del hombre que le cambió para siempre el metabolismo y los pasos. Algo así me ocurre en contadas ocasiones. En la mayoría de los casos, cuando me fijo en una mujer, lo primero que me pregunto es cuanto me costarán sus copas. Me ocurre a mí y supongo que le sucede a cualquiera. No abunda la gente interesante con la que mantener una conversación en la que el último tema al que recurrir sean el vino, los quesos y aquellas canciones de Los Brincos cuya pésima calidad artística por sí misma habría justificado la fulminante disolución del grupo y la reclusión penitenciaria e incondicional de sus miembros. Cada vez que hablo por teléfono con mi querida Susana Pose y quedamos para tomar unas copas, jamás olvido advertirle que venga sola porque si acude acompañado de alguien cuya conversación me resulte frívola, reiterativa o pedante, no responderé de mi conducta y lo más probable es que al incómodo invitado se encargue ella personalmente de devolverlo a los corrales para su inmediata e irreversible conversión en carne de buey. Se acabó el tiempo de los cumplidos y del fingimiento. No me interesan las personas de cuya personalidad al cabo del tiempo sólo merezca la pena recordar su higiene y su ropa. No puedo malgastar el tiempo que me quede en repetir los errores del pasado, cuando subía a mi coche para un largo paseo a cualquiera de aquellos imbéciles a los que habría sido más sensato pasarles por encima con las ruedas y depositar luego su cadáver en el contenedor del cartón. Un ejemplo de todos ellos es C. Suponiéndole un tipo interesante, una de aquellas largas noches de tertulia le hablé de la muerte. Me llevé un desengaño del que tardé en reponerme. Aquel idiota sólo sabía de la muerte que era una cosa monótona. Y no fue el único. Por desgracia, abunda la gente de ese estilo. Sin ir más lejos, P., aquella señora que en una conversación sobre Schubert y Mahler, me interrumpió para confesar que a ella le parecía que Mahler ganaría mucho si se bailase con una letra de Perales, que, como se sabe, es un compositor que emplea en la escritura de sus canciones la técnica con la que en las Islas Baleares suelen hacer las ensaimadas. Quiero advertir que no se trata de una especie de estúpido elitismo para apartarse de tanta vulgaridad; en absoluto. Detesto aún más a los ilustrados que exhiben todo el rato su erudición y se saben de memoria la última literatura polaca y las dinastías chinas. Mis favoritos son los tipos de la calle que hayan llevado una vida distinta de lo que se entiende por una biografía confortable y académica en la que el mayor sinsabor sea la dichosa novatada salesiana en el colegio mayor. Es fácil tropezarse de noche con tipos presuntuosos que hablan encadenando frases y aforismos de otros sin interrumpir el entrecomillado para otra cosa que no sea darle un sorbo a la copa antes de continuar el agotador rosario cultural. De todo lo que sale por su boca, a veces tiene uno la sensación de que ni siquiera son suyas la dentadura y la saliva. También resultan insoportables los nuevos ricos, que en vez de contarte a Proust, te cuentan cada uno de los dieciocho hoyos que jugaron esa misma tarde en La Toja compartiendo el "green" y el "rough" con una pandilla de cardiólogos que tiraban del carrito de los palos con esa mezcla de resignación y profilaxis con la que arrastrarían hasta el sepulcro sus máquinas de diálisis los enfermos del riñón. "¿Tú no juegas al golf? ¡No me lo puedo creer! El golf es bueno para la mente y para la circulación, distiende el espíritu, abre el apetito y sirve de conversación. Te sentirías relajado como si practicases el "drive" con la batuta de Von Karajan". Por lo visto, aquella misma tarde había hecho seis quilómetros golpeando la bola. Yo no dije nada al respecto, pero por mi actitud no tardó en comprender lo mucho que me gustaría que los siguientes cinco metros los hiciese sin pelota, sin palo y sin "caddy" para plantarse lejos de mí al otro lado de la barra. Ni a mí me supuso un esfuerzo ni a él le costó entenderlo. Sólo le dije algo que sirve para todas las personas a las que sólo me habría interesado conocer en el "green" de una capilla ardiente con motivo de su muerte: "Te lo diré de una vez para siempre: Detesto el golf. Detesto cualquier ejercicio físico cuya última consecuencia no sea el orgasmo. El esfuerzo deportivo no está hecho para mí. Lo siento, pero sólo podría interesarme en un deporte que se pudiese practicar en taxi y por escrito"...