Opinión
Bofetada a Audasa

Vista general de cabinas de peaje en la Autopista del Atlántico (AP-9) en una imagen de archivo / Marta G. Brea
Hay un instante, breve pero decisivo, en que el poderoso deja de creerse intocable.
Llega como una bofetada inesperada: el golpe seco de la realidad sobre el rostro de quien llevaba demasiado tiempo blindado por la impunidad. Durante un segundo no entiende —no puede entender— que alguien haya osado contradecirlo. Pero el sonido resuena, y con él se resquebraja la coraza de arrogancia que lo mantenía a salvo.
Pagaría por ver las caras de Putin, Trump, Xi Jinping o Netanyahu —o la de cualquier matón de colegio— en ese instante exacto. Ese gesto entre el estupor y la furia tras descubrir que también sangran: «¿¿¿Pero qué???».
Así ha sonado la sentencia del Tribunal Supremo contra Audasa, condenada por haber cobrado peajes como si nada durante las interminables obras de 2018, como si el malestar de los conductores atrapados en sus coches por las retenciones —servidor, entre ellos— fuese una molestia menor, un simple ruido de fondo. El fallo no solo obliga a devolver lo indebidamente recaudado —con intereses, no lo olviden—; es, sobre todo, una sacudida simbólica al poder económico que se creía inamovible, al reflejo de una soberbia empresarial convencida de que el tiempo y los tribunales siempre terminan por darle la razón.
La duda, claro, es si esta bofetada quedará en eso: un acto de justicia puntual, casi anecdótico, que apenas despeine las cuentas de la concesionaria de la gran autopista gallega. O si, por el contrario, será el principio de algo más serio: ese rescate de la AP-9 que Bruselas considera, sin titubeos, ilegal. Más que una bofetada, sería entonces un directo al hígado y un gancho a la mandíbula capaces de noquear a la empresa.

Cabinas de peaje de la autopista AP-9 a la altura de O Porriño, gestionadas por Audasa. / Marta G. Brea
No a sus accionistas, claro: ellos ya tienen preparado el colchón, el contrato y la excusa. Todo atado y bien atado para que, cuando llegue el momento —porque llegará, no me cabe duda: lo mismo ocurrió en Italia, y sabemos cómo terminó—, cobren la indemnización del rescate y la deuda acumulada, esa deuda que, curiosamente, no ha dejado de engordar con los años. (Mejor no mencionar las cifras milmillonarias, por si aún no han desayunado).
Algo ha cambiado
Y aun así, algo ha cambiado. Por primera vez en mucho tiempo, el castillo del poder económico —tan acostumbrado a cobrar sin rendir cuentas— muestra una grieta. Pequeña, sí, pero visible. Y no solo por la presión judicial, sino por algo más profundo: la paciencia de los gallegos tiene fecha de caducidad, y los abusos, cuando se repiten demasiado, acaban generando su propia justicia divina.
La historia de Audasa podría leerse como una parábola sobre el abuso de poder (o posición dominante, en este caso concreto) y sus consecuencias. Durante años actuó como si la autopista fuese una exprimidora del bolsillo de los conductores, su pequeño reino de peaje y sumisión, un monopolio de manual sin alternativa. Pero hoy, el Supremo y la Comisión Europea le han recordado una verdad incómoda: que incluso los intocables pueden ser tocados.
Y que a veces la historia no avanza con grandes revoluciones, sino con una simple bofetada que suena más fuerte de lo que esperaban. Casi puedo oír el «¿¿¿pero qué???».
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