Opinión
Francisco Asorey: la trascendencia del alma esculpida
El arte es la expresión de la bondad, como la sonrisa de Daniel en el Pórtico de la Gloria —la primera sonrisa humana de toda la estatuaria occidental—, y la obra de Francisco Asorey (1889-1961) es una manifestación sublime de esa bondad y de la profunda alma de Galicia. Considerado uno de los renovadores del arte gallego y figura esencial de la escultura española del siglo XX, homenajeado en la exposición Francisco Asorey, una recuperación necesaria en la Cidade da Cultura de Santiago de Compostela, un evento que subraya la vigencia de su legado hasta el 5 de abril de 2026.
Asorey fue un artista que padeció una cierto desestimación tras su muerte, pero su esencia se multiplica en sus reproducciones y en el espíritu de la Galicia romántica. Su trabajo no fue solo labrar, fue esculpir para hacer inmortales a las gentes que esculpió, entendiendo un lenguaje de inspiración. En su trayectoria, el artista de Cambados, como después harían Leiro o Manolo Paz, supo integrar las nuevas corrientes escultóricas europeas con la raíz gallega, convirtiendo la imaginería religiosa y la iconografía popular en arte monumental.
Su principal medio fue la madera policromada, con la que realizó en su taller de Santiago una serie de tallas con la mujer gallega como figura central. En ellas, Asorey experimentó con el color, aplicando la policromía de manera sutil y naturalista para dotar a las piezas de gran humanidad. Obras icónicas como Naiciña (1922) u O Tesouro (1924) desataron polémicas que se convirtieron en actos de afirmación nacionalista gallega. Su compromiso con la realidad más dura de su tierra se plasma en la ausente A Santa gallega (1925-1926), una figura desnuda que, con sus rasgos marcados por el trabajo, rechaza toda belleza superficial para mostrar un poderoso popularismo y un profundo simbolismo.
Influido inicialmente por el Noucentismo catalán y luego por la obra de Rodin, Asorey evolucionó hacia un lenguaje de volúmenes rotundos y un clasicismo que se transformó en expresionismo. Su posterior acercamiento a una escultura arcaizante y volumétrica, de inspiración románica, cimentó su estilo único. En 1918 se instaló en Santiago de Compostela y, desde su taller se convirtió en el «escultor da raza», llevando a las formas tangibles el espíritu de la Xeración Nós. El monumento al Padre Feijóo (1947) en el monasterio de Samos, el de San Francisco en Compostela o el de Curros Enríquez (1934) en A Coruña atestiguan su maestría también en la piedra, donde incluso ensayó el poscubismo y la poética de la oquedad.
Esta exposición, el último gran proyecto expositivo del año en la Cidade da Cultura, inaugurada por el presidente Alfonso Rueda, permitirá apreciar el complejo universo creativo de Asorey, una figura imprescindible en la historia del arte gallego. Al reunir esculturas, bocetos, documentos y herramientas, la muestra busca contextualizar y dar a conocer la total relevancia de un artista cuya obra nos recuerda que, como decía Castelao (1886-1950), el camino hacia lo universal se conquista desde lo particular del país. La obra de Asorey es la traducción global de esa tierra que conquistó el mundo por sus gentes y que halló su alma entre la piedra y la madera.
La comisaría de esta muestra, que es de Miguel Fernández-Cid, crítico de arte y director del museo vigués MARCO, junto con la coordinación de Carmen Asorey, nieta del artista, subraya la complejidad y el alcance de un artista cuyo legado fue parcialmente oscurecido por el tiempo y la desidia. En este sentido, la recuperación es un acto de justicia: concebir y realizar esculturas es adaptar el mundo a otras formas, a las que hay que dar nuevos nombres si queremos comunicarlas.
Asorey logra la inmersión en la identidad gallega, en su historia y su dolor. Al contemplar sus figuras, entendemos que hay que detenerse ante un espacio que sigue siéndolo, aún ocupado por el arte, y que esta ocupación puede gritar con una educación maleada, llevando lo profundo a la superficie.
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