Opinión
Maruja Mallo en el Reina Sofía, el cosmos femenino que rompió la mística
La figura de Maruja Mallo (1902-1995), la artista gallega de Viveiro, no se limitó a pintar: fue un revulsivo en la España del siglo XX. Su existencia fue una declaración de guerra contra la rigidez y, como ella sentenció: «Aquí (por España) la culpa de todo la tiene la jodida mística». Esta frase, un dardo contra el dogma, resume la lucha de una mujer de provincias que se alzó a la cumbre global de la vanguardia. Una odisea que hoy el Museo Reina Sofía rescata con la exposición «Maruja Mallo: máscara y compás», batiendo récords de público y saldando una deuda histórica.
Mallo no fue solo una artista del 27, sino el epicentro de la modernidad en femenino. Su talento deslumbró. La vieron no solo pintora, sino una fuerza telúrica, una «mitad ángel, mitad marisco», como la inmortalizó Salvador Dalí (1904-1989), un retrato poético de su compleja personalidad.
Mallo llega a Madrid desde Galicia, tierra de bruma y mar, para transformar la pintura con la libertad de las musas. Lo hace en un contexto donde el genio femenino era una anomalía. Ella no pidió permiso: hizo de la extravagancia una virtud, llevando el dibujo a una auténtica verbena de colores.
Su pintura trascendió el surrealismo. Su primera etapa, el Realismo Mágico, captó las fiestas populares y las «Verbenas», fusionando lo onírico y lo grotesco. Federico García Lorca (1898-1936), su íntimo, reconoció la inmensa belleza de su obra, sentenciando que en sus cuadros cabía «toda la belleza del mundo», pintada con una «imaginación, emoción y sensualidad». Este vínculo entre la pintora gallega y el poeta granadino es fundamental; Mallo era su igual, su musa y su revulsivo. El crítico Antonio Espina (1894-1972) validó esta singularidad destacando su «pura genialidad» en la Gaceta Literaria (1928).
La exposición en el Reina Sofía recorre esta trayectoria en series maestras. Tras las «Verbenas», Mallo se sumerge en el surrealismo más crítico. «Cloacas y campanarios» es una mirada penetrante y simbólica, no solo pintura, sino denuncia. El poeta Paul Éluard (1895-1952) quedó fascinado por esta capacidad de trascender, llamándola precursora.
Esta audacia iba de la mano de una libertad vital que resultó imperdonable. La filósofa María Zambrano (1904-1991) lo resumió: Maruja Mallo cometió «uno de los errores más destructivos e imperdonables: ser libre». El exilio fue su castigo, pero su arte se transformó. Rafael Alberti (1902-1999) le dedicó Ascensión de Maruja Mallo al subsuelo, elevándola a guía onírica, capaz de descender a las «cloacas» para «resucitar».
En América, se zambulle en la geometría. «Los moradores del vacío» y «La sorpresa del trigo» (1936) son una búsqueda de la armonía y la proporción cósmica. Los restos de su creación son su propio ‘baug’ (proa o arboladura en noruego antiguo), simbolizando el viaje.
Hoy, la exposición es un testimonio de su vigencia y un acto de justicia hacia la vanguardia femenina. Su éxito es un aldabonazo. La ironía fue su arma. Su distancia crítica queda en la anécdota de su regreso: en el primer ARCO (1982), preguntó a la crítica Estrella de Diego (1958): «Querida, ¿es esto afición o ganado?».
Este espíritu de retorno se vivió en Galicia de la mano de Pilar Corredoira, cuando asistí a la inauguración del Centro Galego de Arte Contemporánea (CGAC), aquel espacio de Álvaro Siza. En ese momento de reconocimiento, el espíritu de Maruja Mallo parecía flotar, celebrando que el arte, como ella, siempre encuentra un camino de vuelta a casa.
Mallo es el símbolo de la mujer que pintó el cosmos con una conciencia crítica, que rompió la mística con la libertad de su pincel. Su legado ocupa el lugar que le corresponde en la historia del arte global.
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