Opinión
Que se acaben las frases hechas
De pequeña creía que la frase «Te acompaño en el sentimiento» era una fórmula establecida. Entrabas en el tanatorio y en tu turno de saludar a los familiares del difunto repetías esas palabras de manera clara y precisa. Como cuando te confesabas y saludabas al cura, «Ave María purísima», antes de soltarle el rollo. Una contraseña, una clave secreta que te autorizaba a sentarte en aquella sala al lado del muerto; y si no te la sabías, te quedabas fuera.
Con esa idea en la cabeza llegué a casa de mis tíos en Melón hace casi cuarenta años. Él había fallecido durante la noche, de sorpresa, sin haber mostrado antes un signo de enfermedad grave. Ninguno de nosotros sabía en qué andaba atareado la tarde anterior ni en quién pensaba.
No me dieron instrucciones en el coche, así que fui una niña sola que caminaba tímidamente en fila hacia el asiento de la viuda. Tampoco iba de la mano de nadie porque cada uno de mis hermanos había decidido buscarse la vida por su cuenta y encarar aquel acercamiento como podían, a su ritmo, con la seguridad que les otorgaba saberse de memoria la contraseña del evento.
Cada vez faltaba menos para que llegara mi turno. Había divisado a lo lejos a mi tía, vestida de riguroso luto, con la cara muy pálida y un pañuelo bordado con arrugas en su mano. Existe un punto de tristeza, un nivel de tragedia en el que nada es bonito. Que no te permite comerte una napolitana o mirar hacia otro lado para que se te pase. Es una oscuridad sin distracción posible, una soledad de muchas cosas, un dolor que cada vez que pestañeas sigue ahí.
Me acerqué a ella muy despacio, repitiendo en mi cabeza una y otra vez: «Te acompaño en el sentimiento, te acompaño en el sentimiento». Era la más pequeña de mi familia y quería hacerlo bien, dar la talla, parecer adulta. En la última escena de la película «El hombre sin rostro», una voz en off dice: «Siempre hay una persona allí donde se acaba la multitud». Deseaba ser justo esa persona detrás de la multitud, pero cuando por fin tuve delante a mi tía me puse demasiado nerviosa y la frase se me olvidó por completo. Entonces yo también me puse triste, agaché la cabeza y con los labios tiritando le dije: «Hola, madrina. Yo…, te acompaño adónde quieras». Ella sonrió y me abrazó muy fuerte, creo que por un segundo atisbó a lo lejos el escaparate de las napolitanas.
He visitado muchos tanatorios desde entonces pero nunca volví a ensayar la fórmula. «Te acompaño en el sentimiento» es una frase que jamás he pronunciado en alto. He dicho cosas parecidas, supongo: «He venido. Puedo sacarte de aquí o quedarme. Ir y volver muchas veces a la máquina de café, comprar kleenex, mover flores. O permanecer muy quieta y respirarte cerca para que notes que no tengo intención alguna de marcharme. Sigo siendo una niña que se olvidó la contraseña. No sé cómo se acompaña un sentimiento, pero sé quedarme».
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