Opinión
Meta el turrón en la nevera, que se derrite

La Navidad en Vigo y el cambio climático. / FdV
No sé si es por el calentamiento global —que, no hay duda, se está cargando las estaciones intermedias; la primavera y el otoño brillan por su ausencia—, pero en Vigo, pese al buen tiempo, pese a la sequía que nos acecha, pese a que sigo viendo turistas por la calle en pantalones cortos y camiseta de tirantes, podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que ya estamos en Navidad. Me imagino la confusión mayúscula de los más pequeños de la casa —prácticamente han pasado de la playa y la vuelta al cole a escribir la carta a Papá Noel— y los aprietos para los padres: «Que no, que aún falta mucho». Papelón.
El avance imparable de la Navidad
Y no, la culpa no es solo de la celeridad con la que en esta ciudad se instalan los adornos navideños —empezamos a finales de julio, ojo—, muchos de talla gigante y que requieren, lógicamente, de cierta previsión para que el día del encendido de las luces —ya saben, aquello de «with the lights, with the music» que nos ha convertido en un fenómeno turístico sin parangón—, allá a finales de noviembre, todo luzca (nunca mejor dicho) perfecto. Basta con entrar al súper: mazapanes, mantecados, turrones (con este calor métalos en la nevera, que se derriten)… A este ritmo me extraña no haber visto aún roscones de Reyes, pero tiempo al tiempo.
¿No les parece un sinsentido? Que por una parte los comerciantes se quejen, y con toda la razón, de que hay un retraso en la compra de artículos de otoño e invierno —sobre todo de ropa y calzado de abrigo— por el buen tiempo, y a la vez nos estén vendiendo dulces y luces y adornos navideños. Es que ya me estoy imaginando estas fiestas como en Australia: en bañador, en la playa, tomando las uvas con el gorro de Papá Noel, sudando a chorros. A muchos les haría ilusión, pero es innegable que en este rincón del planeta va contra natura.
El efecto en hostelería y lotería
La vorágine navideña se ha contagiado a otros sectores. Como, por ejemplo, la hostelería. Leo atónito la información de ayer de mi compañera Elena Villanueva: fines de semana ya completos en diciembre con las cenas y comidas de empresa; no queda ni una mesa libre en muchos restaurantes y hoteles de la ciudad. Y lo que recoge hoy Patricia Casteleiro en esta misma página: los loteros, sobre todo los de la zona cero de la Navidad, se están poniendo las botas con los décimos del Gordo. El de Príncipe ya ha vendido el 40% de todo lo que tenía. Cuando aún quedan once semanas para el sorteo.
Ejemplos, todos, de que la Navidad de Vigo se ha convertido en un reclamo global, en un elemento generador de empleo, dinamizador del turismo, la mejor campaña de márketing que ha tenido nunca esta gran urbe. Contra eso, nada que reprochar. Al final, entre luces, polvorones y cenas por adelantado, uno ya no sabe si vive en octubre, diciembre o en una distopía navideña permanente. Tal vez lo más sensato sea rendirse, poner el modo villancico en bucle en el coche y asumir que aquí la Navidad no llega: se impone.
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