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Opinión

Un músico soldado y una de las lunas más fascinantes del sistema solar

William Herschell es un personaje poco conocido en España y sin embargo fue uno de los más polifacéticos sabios del siglo XVIII europeo. Me he acordado de él hace poco, porque recientemente se han revelado nuevos datos de la sonda espacial Cassini sobre Encelado. Enseguida revelaré la relación entre Herschell y la pequeña luna de Saturno, pero vayamos por partes que diría Jack el destripador.

Nace, en realidad como Wilhem, en Hannover en 1738, hijo de un músico militar se apuntó a la misma profesión paterna y como soldado participó en la batalla de Hastenbeck (1757), en el marco de la guerra de los siete años. Herschell, que era un joven refinado y sensible, que ya apuntaba dotes de intelectual, quedó tan horrorizado de la barbarie y la crueldad de la guerra que desertó del ejército y buscó refugio en Gran Bretaña, en donde se ganó la vida como músico construyendo sus propios instrumentos. Pese a ser un desertor extranjero era tal su talento musical que llegó a ser nombrado director de orquesta de Bath.

Además de música estudiaba matemáticas y la relación entre los números y los sonidos. Su hermana, astrónoma aficionada, también le contagió su afición y fue tal el interés que puso en la misma, incluso construyendo personalmente sus propios telescopios, como había hecho con sus instrumentos musicales, que se convertiría en el mejor astrónomo de su tiempo, ya que entre otros muchos descubrimientos se le deben el del planeta Urano, el de la radiación infrarroja, la «movilidad» del sol dentro de la galaxia, algunas nebulosas y galaxias del universo profundo. Antes de él se conocían solo 130 objetos celestes, a su muerte 2.500.

En 1789 descubrió la sexta luna más grande de Saturno. Una pequeña bola helada de apenas 500 km de diámetro a la que bautizó como Encelado, uno de los mitológicos gigantes hijo de Urano y de Gea. A medida que fueron transcurriendo los años su figura fue perdiendo brillo opacada por nuevos y fascinantes descubrimientos sobre el cosmos y por una miríada de brillantes astrofísicos, especialmente a caballo de los siglos XIX y XX. También Encelado cayó en el olvido. Al fin y al cabo, había múltiples lunas mucho más interesantes en el sistema solar, empezando por la nuestra, que incluso se pensó, durante un tiempo, que estaba habitada por selenitas o por las jovianas descubiertas por Galileo. En 1981, una de las importantes películas de ciencia ficción de la época, protagonizada por Sean Connery, transcurría en la volcánica Ío, «Outland» —titulada «Atmósfera cero» en español—, o que decir de Titán, la mayor luna de Saturno con una gruesa atmósfera en donde llueve gasolina y mantiene ríos y lagos de hidrocarburos.

Encelado es, al igual que Europa, el satélite de Júpiter, una especie de «Waterworld», la película de ciencia ficción protagonizada por Kevin Kostner en un mundo cubierto por agua. Lo que ocurre es que, con los «agradables» -198 grados Celsius en el mediodía enceladiense, la superficie es una sólida cubierta de hielo… bueno, no tan sólida en toda la superficie del planeta, ya que en el polo sur se llegaron a identificar más de cien géiseres. El telescopio James Webb llegó a captar uno de unos 9.650 km de longitud. En realidad, el interés por Encelado se activó en el año 1981, cuando la Voyager 2 paso cerca del satélite y envió unas interesantes imágenes que demostraban que una parte de su superficie se estaba renovando debido a que se encontraba lisa y sin impacto de cráteres.

Encelado es, en algunos aspectos, similar a Europa, salvo en el tamaño; la primera ya dijimos que apenas tiene un diámetro de 500 Km y la segunda es con 3.122 km de diámetro ligeramente inferior a nuestra luna. Pero ambos tienen un núcleo rocoso y albergan un vasto océano de agua líquida y salada en su interior.

Dado que las fuerzas de marea, (es decir las tensiones gravitacionales por su cercanía a Saturno y a Júpiter, respectivamente), podrían estar provocando chimeneas volcánicas y fumarolas, como ocurre, por otras razones, en nuestras profundidades marinas, muchos exobiólogos piensan que son los mejores candidatos en el sistema solar para albergar vida extraterrestre, al menos en sus formas más simples. De hecho, Arthur C. Clarke ya especulaba con esta posibilidad en su novela «2010: Odisea 2», de 1982, aunque en la ficción la vida era mucho más evolucionada que lo que propone la comunidad científica. Europa cuenta también con un pequeño campo magnético y una tenue atmósfera.

De hecho, muchos satélites del sistema solar tienen océanos bajo su superficie, pero en muchos casos no tienen actividad volcánica y el agua no se asienta sobre roca sino sobre hielo, además de tener una corteza helada tan gruesa que se necesitaran tecnologías muy avanzadas para poder explorar esos océanos.

En el caso de Encelado, la corteza del polo sur es relativamente fina, de ahí los géiseres. El agua sale en forma de vapor y se convierte enseguida en hielo, parte cae como si fuese nieve sobre Encelado y otra parte alimenta el anillo E de Saturno. En 2005 la sonda Cassini realizó varios sobrevuelos sobre el satélite, incluso en 2007 llegó a atravesar uno de los géiseres recopilando ingente información y aunque la Cassini terminó su misión en 2017, el análisis de esos datos va apareciendo con cuentagotas.

Así, hoy se sabe que el agua de su océano subterráneo tiene un pH altamente alcalino, incluso se conoce su composición. Que el agua sea muy alcalina no sería, en principio, algo positivo para la vida, aunque en la tierra si hay microbios que prosperan en aguas con el mismo grado de alcalinidad. Sin embargo, lo más interesante es que un grupo de científicos de la Agencia Espacial Europea, dirigidos por Nozair Khawaja, de la Universidad Libre de Berlín, acaban de identificar moléculas de cadenas de carbono, éteres y ésteres, en las muestras de hielo proveniente del océano de Encelado. En definitiva, sustancias orgánicas complejas que son esenciales para procesos que llevan a la aparición de aminoácidos y proteínas, fundamentales, a su vez, para la existencia de vida.

Quizás estemos ahora un poco más cerca de la respuesta a la gran pregunta sobre si estamos en un universo animado y la aparición de la vida es un proceso común si se dan las condiciones adecuadas o la existencia de moléculas complejas no llevan, necesariamente, a la aparición de seres vivos y por tanto somos una peculiaridad extraordinaria. Esa pequeña bola helada en los alrededores de un planeta gigante gaseoso, descubierta por un músico militar metido a astrónomo, puede tener la respuesta.

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