Opinión | El correo americano
El niño y sus soldados

Donald Trump. / FRANCIS CHUNG / POOL
De nuevo, la escena embarazosa, los comentarios fuera de lugar, la retórica guerracivilista. Y, de nuevo, la indignación, las advertencias y las alarmas. Otras líneas rojas cruzadas. Trump convocó a ochocientos generales para hablarles de política, de lo bien que lo está haciendo y de lo mal que lo hizo su predecesor. Bromeó sobre el silencio disciplinario de los presentes, con quienes buscaba una complicidad (al menos, a simple vista) inexistente. El evento, sin precedentes, costó un dineral y, además, provocó riesgos innecesarios de seguridad. Algunas expresiones causaron inquietud: “El enemigo interno”, “la guerra interior”, “la invasión”, “ciudades como campos de entrenamiento”.
A esto, sin embargo, nos hemos acostumbrado. Sin uno no conoce a la persona que lo pronunció, el discurso parece pensado para iniciar una senda autoritaria, típico de un iluminado con pretensiones de caudillo. Y las comparaciones son odiosas, pero perturbadamente pertinentes. Ese no es el sitio ni el papel de un presidente democrático. Es, sin lugar a duda, un desvío en la tradición política estadounidense. A esos generales no les debe importar (ni tienen por qué escuchar) lo que piensa el presidente sobre lo ‘woke’ y, mucho menos, sobre sí mismo. La obediencia no se basa en la ideología, aunque el orador, molesto por la falta de aplausos, sugiriera jocosamente lo contrario. Este acto solo pudo producirse por dos razones. Y ambas son preocupantes. O bien el convocante deseaba que los convocados abrazaran una lealtad política que no les corresponde, en cuyo caso sí estaríamos ante una progresiva destrucción de la república tal y como la conocíamos. O bien el convocante usó a los convocados como figurantes de su campaña para enviar mensajes amenazantes a sus adversarios.
El problema de la teoría de Trump como dictador postmoderno es que el presidente de los Estados Unidos tiene mucho de demagogo y poco de dogmático. El dogma sirve como recurso para agarrarse a la presidencia, del mismo modo que el Partido Republicano fue la plataforma disponible, más que elegida, para presentarse a las elecciones. Pero sus exabruptos no parecen el resultado de una convicción. Se trata de ego, de orgullo, de ambición, de inseguridad personal y de comportamiento infantil. Características psicológicas similares, sí, a las que exhibieron algunas viejas glorias del autoritarismo. Aquellos, no obstante, tenían un plan. Trump publica en redes sociales numerosos memes y videos realizados con inteligencia artificial mediante los cuales pretende humillar a quienes osan contradecirlo, como ese en el que aparecía el líder de la minoría demócrata Hakeem Jeffries con un sombrero mexicano. El presidente de la Casa de los Representantes Mike Johnson (a quien vimos incapaz de negarle la razón a una congresista demócrata cuando esta se lamentaba sobre la penosa salud mental que parece exhibir el líder del mundo libre) animó a los demócratas a ignorar todas esas travesuras y centrarse en el trabajo, como si su jefe fuera, en efecto, un crío incapaz de controlarse.
La frivolización del estilo autoritario, sin embargo, puede ser tan destructiva como el autoritarismo en sí mismo. Porque permite el auge de aquellos que se toman las ideas en serio. Porque la historia no acaba con Trump. Puede que los generales fueran utilizados en el reality trumpista, pero las palabras y los precedentes sí permanecen. Quienes lo justifican alegan que no deberíamos tomárnoslo al pie de la letra. El hombre realiza muchas declaraciones, pero no todas ellas son susceptibles de analizarse con atención. Es su estilo, “poco convencional”. En el fondo, nos dicen, él quiere lo mejor para todos. O, como afirmó sin ruborizarse su secretaria de Prensa Karoline Leavitt: “Es transparente y accesible. Le gusta compartir memes y videos. Es muy refrescante tener un presidente tan abierto y honesto”. Déjenlo jugar, si no hace daño a nadie, insinúan. Exageran los periodistas y los demócratas, que siempre montan un drama. Por dios, solo es un niño. Un niño que bromea en redes sociales con perpetuarse en el poder y habla de la necesidad de luchar contra otros compatriotas ante la presencia de ochocientos generales. Un niño que cuenta con el beneplácito de un buen número de adultos dispuestos a perdonar todas sus chiquilladas mientras ganen los suyos y pierdan los otros. Y, mientras tanto, la imagen se va degradando hasta que un día ya no queden líneas que cruzar. Entonces seguro que muchos dirán que nunca estuvieron allí, en el lado oscuro e infantil de la historia, cuando apoyaron a un presidente que hacía y decía cosas que, en sus casas, probablemente no les permitían hacer y decir a sus hijos.
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