Opinión
Un cristiano en la silla de San Pedro
Sobre qué significa ser llamado y encargado del supremo ministerio pontificio
En ese libro de Javier Cercas que estuvo tan de moda en los alrededores de la muerte del papa Francisco —interesante relato, con la excusa de un viaje con el papa a Mongolia, en el que el autor narra conversaciones y lecturas sobre Dios y la Iglesia—, encontré la frase que da título a esta reflexión mía sobre la figura del papa, quien quiera que sea en cualquier momento de la historia de la Iglesia. La frase pertenece a la filósofa Hannah Arendt autora —entre otros de «La condición Humana», «Eichman en Jerusalén», «El origen del Totalitarismo»—, y también de un breve ensayo sobre el papa Juan XXIII titulado precisamente así «…Un cristiano en el trono de San Pedro (1958-1963)»; y es que, en resumen, el buen discípulo debe imitar a su maestro.
La judía, historiadora, filósofa escéptica y buscadora de caminos de verdad H. Arendt se maravilló de la sencillez y alegría del que hemos llamado «el papa bueno», y lo describió como creo yo que tendríamos que interpretar siempre, desde el punto de vista de su conciencia personal, a todos los papas decentes y honestos de todos los tiempos de la historia de la Iglesia. Pues todo papa no debiera ser más que eso: un fiel discípulo de Jesús que quiere serlo siempre, pero especialmente si se le ha encomendado la responsabilidad de enseñar, santificar y dirigir a todo el Pueblo santo de Dios. «A decir verdad, escribe Arendt, la Iglesia ha predicado la Imitatio Christi durante casi dos mil años, y nadie puede decir cuántos párrocos y monjes ha habido que viviendo en la oscuridad a lo largo de los siglos han dicho como el joven Roncalli: «Este es mi modelo: Jesucristo, sabiendo perfectamente, ya a los dieciocho años, que parecerse al buen Jesús significaba ser tratado como un loco…Generaciones enteras de intelectuales modernos, siempre que no fueran ateos —es decir, necios que fingían saber lo que ningún ser humano puede saber—, aprendieron de Kierkegaard, Dostoievski, Nietzsche y sus innumerables seguidores a considerar interesantes la religión y las cuestiones teológicas. Sin duda, les resultará difícil comprender a un hombre que desde muy joven hizo voto de fidelidad no solo a la pobreza material, sino también a la espiritual…su promesa fue para él una clara señal de su vocación: «Soy de la misma familia de Cristo, ¿qué más puedo querer?».
«Le quedan cortadas a cualquier papa posibles aventuras intelectuales referidas a desconocidos senderos teológicos más allá del credo»
Pena que no pueda entretenerme —ganas no me faltan, en esa definición que hace del ateo: necio que finge saber lo que nadie puede saber—, porque quiero destacar hoy lo que significa ser llamado y encargado del supremo ministerio pontificio. Se trata en síntesis de que un cristiano sencillo y normal es elegido por sus hermanos para continuar la tarea que Jesucristo confió al apóstol Pedro y a sus sucesores: «Apacienta mis ovejas, sobre esta piedra edificaré mi iglesia, id por todo el mundo que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos». Se trata de continuar y sacar adelante en cada momento histórico a la Iglesia de Cristo, que no es una propiedad personal, sino una institución con objetivos y fines ya preestablecidos por su fundador. El ministerio recibido por el sucesor de Pedro y con la misma confianza que se le dio al pescador de Galilea, entraña muchos condicionantes y responsabilidades, sobre todo como apunta Arendt de pobreza espiritual. Ya no se puede ser demasiado original; a salirse del carril se le llama heterodoxia. Le quedan pues cortadas de raíz a cualquier papa de ahora y de siempre las posibles aventuras intelectuales referidas a desconocidos senderos teológicos más allá del credo; y los pasos que hayan de darse en la imprescindible adaptación de las normas y costumbres morales a las circunstancias de cada época, ha de darlos con seguridad, con tino y advirtiéndose a sí mismo que no debiera escandalizar a los menos formados ni dar alas a los más descarados… Por no entretenernos en enumerar, pero sí invitando a adivinar, la cantidad de corsés, de límites y de reflexiones previas que pesan sobre la conciencia de quien ha recibido el siempre inmerecido privilegio de ser tenido como el vicario de Cristo en la tierra, es decir el que ha de decirse a sí mismo sin que se oiga: «He de ser el mismo Jesucristo en el aquí y ahora de la Iglesia católica». Para ello son virtudes fundamentales, la fidelidad y la humildad. Porque ningún papa es, como erróneamente se escribe en algunas ocasiones comparándolos, el sucesor del papa anterior, puesto que aquí no hay línea hereditaria: cada papa, quienquiera que sea, es el vicario de Cristo y el sucesor de Pedro, que en metáforas preciosas ha de conducir, gobernar y llevar a buen puerto la nave de la Iglesia.
Es costumbre en el día de hoy, fiesta de san Pedro y san Pablo, que los católicos recemos y demos gracias por el papa que tengamos en cada momento histórico: ahora mismo alguien que desde muy joven se hizo de la familia de Cristo, a quien han sentado en la silla de Pedro e hizo para ello voto de inquebrantable fidelidad al mensaje cristiano. Yo veo que sigue todo providencialmente muy controlado y daré gracias como hasta ahora.
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