Opinión
Las protestas de los jueces (I)
«¡Las oposiciones! Eso es todo un mundo. Quien estudie las oposiciones conocerá a España». Miguel de Unamuno
He visto a mis colegas en la calle, agrupados, componiendo la figura de un frontispicio humano en las sedes judiciales para hacer visible su descontento. Protestan contra unos proyectos de ley que, según ellos, presagian un sinfín de males para la justicia, de tal gravedad, dicen, que, de no llevarse a cabo su retirada, irán a una huelga de tres días.
La protesta viene espoleada por varias asociaciones judiciales de talante conservador, desde la ultraconservadora Asociación Profesional de la Magistratura a las más centradas Francisco de Vitoria y Foro Judicial Independiente. A ellas se suma la también conservadora Asociación Profesional e Independiente de Fiscales.
Los jueces concentrados dieron lectura a un comunicado conjunto de aquellas asociaciones en el que se hacen algunas afirmaciones que adolecen de falta de exactitud. El comunicado comienza diciendo que la proyectada modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del Estatuto del Ministerio Fiscal no responde a demanda social alguna.
Como he dicho, esta aseveración no es correcta. Uno de los protestados objetivos de la ley —al que ahora me limito— es la reforma del sistema de oposiciones como modelo de acceso a la carrera judicial. En lo que a este extremo se refiere, es obligado recordar que el debate no es de hoy, sino que viene de antiguo; debemos evocar a Ganivet, Unamuno o Marañón como resueltos detractores de las oposiciones, pero es que entre los juristas lo fueron también Beceña, Ossorio y Gallardo, el fiscal Crehuet y, en nuestros días, Perfecto Andrés Ibáñez, Alejandro Nieto, Nieva Fenoll, Martín Pallín, Saiz Arnaiz, Jiménez Asensio o Lacruz Berdejo, entre otros.
Puede y debe, pues, decirse, que en la comunidad jurídica nos precede un viejo debate sobre las oposiciones, una continuada reprobación del sistema y, por ende, una demanda de revisión que se ha recrudecido en los últimos años, cosa que en modo alguno debe extrañarnos porque, con el paso del tiempo, muchos y muy relevantes han sido los cambios que con trascendencia medular han alterado el escenario social y jurídico en el que el juez está llamado a actuar.
De esa aludida mudanza de entorno y circunstancias emerge un modelo de juez diferente, el juez constitucional que poco tiene que ver con el decimonónico de corte jurídico-positivista, limitado a una tarea de subsunción de los hechos enjuiciados en la norma jurídica correspondiente. Dicho de otro modo, de aquel juez preconstitucional «subsumidor» hemos pasado a un juez eminentemente argumentador enfrentado a un sistema de fuentes multinivel y a cuestiones de especial enjundia y complejidad.
El juez actual forma parte de un poder judicial al que el sistema constitucional atribuye un muy distinto y más complejo quehacer. Parece razonable entender que donde ha cambiado el modelo de juzgador, debe hacerlo también el sistema de selección. No ha ocurrido así. Inexcusablemente, pues, se impone una reconsideración de un modelo añejo al que durante más de siglo y medio de vida (a excepción de unos ensayos malhadados) ni siquiera se ha dado una mano de pintura.
Hay una marcada tendencia en el sector conservador de la judicatura a considerar que la oposición, en su formato actual, es el único sistema apto -y legitimador- para acceder a la carrera judicial. Tal idea es la secuela de su concepción carpetovetónica de investidura sacramental, de Rubicón cuyo esforzado y victorioso paso supone el acceso a un minoritario linaje que corporativiza y da prestigio.
En su defensa invocan que el sistema oposicionista es objetivo, garantiza el mérito y la capacidad y, en suma, es «el menos malo». Y todo esto no es sino un rosario de falacias que se vienen repitiendo mimética e irreflexivamente generación tras generación. No puedo detenerme aquí en la concreta refutación de estas afirmaciones vacuas, baste por el momento con pedir a quienes así piensan que abran las ventanas y observen qué sucede por Europa. Ciego es el que no quiere ver.
Entiéndaseme bien; no postulo la desaparición de la oposición libre, sino una remodelación que, por una parte, alivie la irracional – y hasta cruel, me atrevería a decir- carga memorística que el sistema y los propios tribunales propician y, por otra, que se infunda racionalidad funcional a las pruebas en que la oposición consiste con la incorporación de otros ejercicios que permitan valorar en los aspirantes - además de sus conocimientos jurídicos- su capacidad de análisis y razonamiento, su aptitud para aplicar el derecho al caso concreto y su destreza hermenéutica.
Hay en el derecho comparado abundantes, ilustrativas e imaginativas muestras donde elegir: resolución de casos prácticos, ejercicio de composición consistente en el comentario - en sus dimensiones jurídica y social- acerca de alguna cuestión o preocupación relevante para la sociedad, las pruebas de síntesis, examen de idioma extranjero, entrevista con el tribunal o comisión de selección, etc. En suma, algo más que el simple «cantar» temas, que la cosa, señores, no va de solfeo.
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