Opinión | Crónicas galantes

Hay que crear un Ministerio de Apaños

Todos los gobiernos debieran crear un Ministerio de Apaños y Comisiones para organizarse como Dios manda. A falta de un departamento específico que centralice las mordidas y otras fuentes atípicas de ingresos, lo lógico es que estas se extiendan anárquicamente por el organigrama gubernamental. Y luego pasa lo que pasa.

Por no observar esa prudente medida de control de daños en su partido cayó hace siete años el hasta entonces presidente Mariano Rajoy. Sus censuradores argumentaron la corrupción que afligía al partido conservador para presentar -y ganar- una moción que dio paso a Pedro Sánchez como nuevo jefe de gobierno.

Tales sucesos ocurrían, casualmente, en un mes de junio; y quiso también el azar que el encargado de defender la moción fuese el entonces portavoz del PSOE en el Congreso, José Luis Ábalos.

Aquel Ábalos erigido en azote de corruptos afeó a Rajoy su falta de decencia —tal cual— por no haber dimitido cuando estalló el caso Gürtel. Ahora son los conservadores quienes exigen a Sánchez su renuncia a propósito del caso Ábalos (o Cerdán, o Koldo: todos hombres del presidente).

Sucesos así ocurren por la falta de cautela de los políticos. Utilizar la corrupción como ariete contra el de enfrente es algo muy parecido a escupir hacia arriba, con el riesgo cierto de que el escupitajo acabe por caerle en la cara al que lo lanzó.

Baste ver el reciente caso que tiene en un ay al gobierno que llegó al poder bajo la promesa de acabar con las coimas y regenerar la degenerada vida pública. Coima es término que alude por igual al soborno y a las mancebas de pago, como el agudo lector bien sabe. Al final, el partido censor de la corrupción ha ido de Ábalos a Ábalos.

Los políticos siguen utilizando la corrupción como un arma de partido que muy a menudo se convierte en un bumerán

Ningún político profesional debiera ignorar a estas alturas que la corrupción es un fenómeno transversal, por decirlo con un palabro de moda. Afecta por igual a derecha e izquierda, no distingue entre países y su práctica se remonta a tiempos de la antigüedad.

Ya en la era de Roma, que fue imperio famoso y eficaz, Cicerón hacía notar malévolamente la rapidez con la que se enriquecían los gobernadores. Y no solo ellos. También los centuriones aceptaban con gusto los sobornos de los legionarios poco dispuestos a entrar en primera línea de combate.

Ni papas ni reyes -como bien sabemos por aquí- se han librado de caer en la tentación de engordar su patrimonio personal por métodos, digamos, irregulares. Y apenas ningún país, si alguno, se ha librado del flagelo de comisionistas y mangantes institucionales a lo largo de su historia.

Maquiavelo, el más crudo y realista de los politólogos que en el mundo han sido, resumió todo lo anterior en una de sus frases para el mármol: «La política no guarda relación con la moral».

Lejos de seguir esa sabia enseñanza, los políticos siguen utilizando la corrupción como un arma de partido que muy a menudo se convierte en un bumerán. Quizá por eso sorprenda que a ningún gobierno se le haya ocurrido concentrar todos los chanchullos en un solo departamento ministerial, a modo de cortafuegos para evitar que la peste se extienda. Sánchez debería considerar la idea en estos días de aflicción.

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