Opinión

El cuentacuentos

Raimundo Hinojosa Valdez, escrito con z, vivía en un pueblecito de Cuenca tan pequeño que no salía en los mapas. En la entrada del pueblo había un cartel oxidado y medio descolgado que anunciaba su nombre: San Román del Llano, pero todos lo llamaban San Román, por simplificar y porque se descolgaba por la ladera de una colina.

Al acabar la mili, que hizo en el que era el Sahara español, Raimundo volvió al pueblo, pero con la firme idea de marcharse pronto a Brasil a buscar fortuna. Allí se había ido un tío suyo hacía algún tiempo, con la misma intención, aunque sin éxito. Sin embargo, lo que encontró Raimundo a los pocos días de llegar a su casa fue la desgracia. Se cayó del manzano que había en el patio y lo hizo con tan mala suerte que su cabeza fue a batir contra el banco de piedra en el que sus padres pasaban los atardeceres del verano. Allí permaneció, inmóvil pero consciente, hasta que su abuela lo encontró.

Meses después, Raimundo salió del hospital de Cuenca en camilla, con la espalda rota y el cuerpo convertido en un frágil costal de huesos, no se sabe de qué manera recompuestos. La cama fue desde entonces todo su mundo. Una cama vieja, de hierro forjado, con una manta de cuadros y un colchón hundido, que más parecía un molde de su cuerpo que el sustento de este. Su cabeza apenas sobresalía de una gruesa almohada raída, a la que el algodón se le escapaba por las costuras.

Su madre, doña Celia, una mujer que olía siempre a jabón, lo cuidaba con devoción y una dulzura extrema, hasta que ella misma no pudo más y se dejó ir, entre suspiros, un viernes de Cuaresma. Poco después llevaron a Raimundo a una residencia con un nombre de santo que ya no recuerdo.

Allí Raimundo comenzó a vivir a través de las palabras. Cada día había residentes que le leían el periódico, alguna que otra novela y más que nada cuentos, que era lo que más le gustaba. No sabía leer, pero en su memoria almacenaba cada palabra, cada frase, como si las hubiese repetido miles de veces. No sé si su prodigiosa memoria se debió al golpe, como le ocurrió a Irineo Funes, el personaje de Borges que tras caer del caballo no olvidaba ni el más mínimo detalle de cuanto vivía, incluidos los olores y cualquier cosa percibida. Fuese como fuese, a todos nos maravillaba ver que Raimundo no olvidaba absolutamente nada.

Raimundo escuchaba en completo silencio las lecturas y a menudo cerraba los ojos para recrearlas en su imaginación. Rumiaba cada historia lentamente, recreándola una y otra vez en su cabeza. Llegó a saber miles de cuentos, que contaba siempre que tenía ocasión. Alguno hasta cien veces, sin repetirse jamás. Siempre había nuevos personajes, nuevos desenlaces, idas y venidas que brotaban de su increíble imaginación. Se los contaba a los residentes, a las monjas, a algún que otro pariente que lo visitaba, aunque muy pocos le quedaban ya, y a quienes, por una causa u otra, y cada vez más sin otra razón que escucharle, se pasaban por la residencia.

Así fue como Raimundo se convirtió, sin proponérselo, en un fabulador. En la residencia lo conocían cariñosamente como «el cuentacuentos». Cada tarde lo acercaban al ventanal, donde él hablaba y hablaba, acompasando sus historias con la luz que entraba entre visillos y con los sonidos de la calle.

Pasaron los años. Raimundo llegó a los noventa y dos, y el día de su cumpleaños se le acercó una joven enfermera que semanas antes había entrado a trabajar en la residencia.

—Raimundo —le dijo mientras le arreglaba la cama—, ¿sabe que hay una máquina que cuenta cuentos?

Él la miró abriendo todo lo que pudo sus ojos, pequeños como canicas.

—¿Una máquina?

—Sí, se llama ChatGPT. Le puede pedir que le escriba cuentos, canciones, poesías… de todo.

Tras un largo silencio, Raimundo murmuró, más para sí que para ella:

—¿Y te emociona y se emociona contando sus historias?

La enfermera sonrió, un tanto desconcertada y sin saber qué decir.

Aquella noche murió Raimundo, y en su cara quedó escrita una sonrisa de ironía.

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