Opinión | Crónicas galantes

La democracia es la caña

La democracia es la caña en su sentido más etílico. Ahora que está en horas bajas, acosada por autócratas como Donald Trump o Vladimir Putin, conviene recordar que la libertad florece allá donde la gente aprecia el vino, la cerveza y los licores espirituosos. No por casualidad los nazis se mofaban de Winston Churchill reputándolo de borracho. Hitler padecía, como se sabe, la intolerancia típica de los abstemios.

Los romanos, que algo sabían de esto, eran conocidos idólatras del morapio, al que festejaban en las bacanales de adoración a Baco, dios del vino y de la libertad. Se inspiraban en los griegos, que por algo situaron en Atenas la cuna de la democracia y, por tanto, de la civilización.

Por razones que a los historiadores tocará discernir, existe una delicada relación entre el vino, la prosperidad y los sistemas democráticos. Nada como el gusto por las bebidas cordiales simboliza tan precisamente la civilización, frente a la incomprensible ojeriza que el mundo islámico, por poner un ejemplo, profesa al alcohol y a las señoras. Más que un choque de culturas se trataría de un conflicto entre los bebedores y la gente que se niega a sí misma la tentación de caer en un placer.

«Los pueblos que incurren en el comedido vicio de la bebida son los que mayor grado de progreso han alcanzado en el mundo»

Casualidad o más bien no, las naciones que viven bajo la ley seca son el asiento natural de toda clase de tiranías. Por el contrario, los pueblos que incurren en el comedido vicio de la bebida son los que mayor grado de progreso y civilización han alcanzado en el mundo. Se diría que, a pesar de su mal cartel, la cerveza, el vino y la caña son los lubricantes que engrasan las bielas de las sociedades con más alto grado de riqueza y de tolerancia.

Puede que ahí esté la raíz del choque de civilizaciones que Samuel Huntington profetizó hace cosa de treinta años. Sostenía el politólogo estadounidense que los enfrentamientos en el futuro ya no serían entre Estados sino entre culturas. Y aunque Huntington no lo dijese exactamente así, lo cierto es que el mundo se ha dividido en dos bandos inconciliables: el de los que no beben ni prosperan y el de las naciones bebedoras. Estas últimas coinciden en general con las de más alto grado de desarrollo, igualdad, libertad y garantías democráticas.

Lo que no acertó a vaticinar el politólogo americano es la reciente irrupción de los retrógrados sin fronteras. La ola ha llegado a los mismísimos Estados Unidos y a gran parte de Europa, rompiendo así la tradicional división entre las naciones del alcohol y las del agua bendita.

Al choque de culturas, que ahí sigue, se le ha unido ahora el que enfrenta a los poderosos demagogos con la democracia. Cierto es que nadie relaciona las extravagancias de Trump con la ingesta de alcohol; y que Putin, espía de ojos glaciales, tiene pinta de ser el único ruso que desdeña el vodka. De hecho, Rusia era mucho más divertida y menos alarmante con aquel Boris Yeltsin que bajaba de los aviones con una botella de licor en la mano y el maletín de la ferretería atómica en la otra.

Decía Humphrey Bogart, bebedor de largo recorrido, que el mundo entero «lleva tres copas de retraso». Pocos lo tomaron en serio: y es lástima. Los cómicos y los niños tienden a decir siempre la verdad.

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