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La fiesta de la gran familia celeste

Miles de aficionados celestes reciben a los jugadores del Real Club Celta de Vigo en la plaza de América para la celebración de la clasificación para la Europa League.

Miles de aficionados celestes reciben a los jugadores del Real Club Celta de Vigo en la plaza de América para la celebración de la clasificación para la Europa League. / Jose Lores

Si el pasado septiembre se le hubiera encargado al más reputado guionista que escribiese el final de la temporada del Celta, seguramente —por mucha imaginación que atesorase y por mucho que amase los colores celestes—, no hubiera sido capaz de describir lo que se vivió antes, durante y después de la victoria en Getafe. Porque lo ocurrido trasciende el código de las palabras —y mira que el diccionario acumula términos— para apuntar directamente al universo del corazón. Porque hay cosas que para comprenderlas en toda su dimensión hay que vivirlas. Son miradas, sonrisas, gestos, abrazos, lágrimas... Son sentimientos. Pasión desatada. Una explosión de emociones inenarrable. Éxtasis.

La gran familia celeste —una comunidad que cada día suma más miembros— está feliz como no se recuerda desde hace mucho tiempo. La victoria en Getafe y el consiguiente billete para competir en Europa han sido la culminación de nueve meses increíbles. Un viaje extraordinario con un final soñado.

El deporte, una idea que hemos remarcado en diferentes ocasiones en este mismo espacio editorial, supera de largo la batalla que se libra en un recinto físico limitado, esté alfombrado de césped, cubierto de parqué o sea una lámina de agua. El deporte teje una red de vínculos afectivos y emocionales invisibles que nos conecta a unos y a otros. Nos iguala, nos identifica, nos ata. El éxito del Celta es un éxito que se interioriza como colectivo. Con frecuencia es así, pero en este caso el triunfo ha exacerbado esa comunión hasta extremos insospechados.

En el deporte, como sabemos, uno más uno no siempre resultan dos. En realidad, casi nunca suman dos. Porque intervienen infinidad de factores, no pocos incontrolables, por mucho que la tecnología, la big data o la inteligencia artificial tengan cada vez más protagonismo en las decisiones de los dirigentes de los clubes y de los cuerpos técnicos. Hay territorios espirituales a los que la digitalización, por fortuna, aún no llega. Ese es el misterio y a la vez el encanto y el drama del deporte: que lo imposible se produce y que lo altamente probable, incluso estadísticamente irrefutable, se estraga. Todo está por escribir.

Sin embargo, las instituciones deportivas que hacen las cosas bien, con una planificación acertada, con una estrategia rigurosa, con coherencia y convicción; las instituciones que reconocen los errores y reaccionan para corregirlos, orillando egos y soberbias; las instituciones que son capaces de ver más allá de los despachos, de escuchar y de sentir lo que está latiendo a su alrededor; las instituciones que buscan tender puentes, que entienden que el diálogo es vital en la resolución de conflictos, reales o imaginarios; las instituciones que apuestan por liderazgos compartidos; las instituciones que asumen que para crecer es imprescindible contar con unos cimientos sólidos y unas raíces profundas en su territorio; las instituciones que saben valorar o recuperar el talento que hay en la casa y no pierden la cabeza buscando fuera a golpe de talonario a profesionales con, quizá, mejor caché pero, sin duda, escaso sentimiento... Cuando las instituciones actúan así, la probabilidad de que el resultado sea satisfactorio se eleva exponencialmente. El éxito —un concepto que en el deporte puede tener múltiples dimensiones, pese a que con frecuencia lo restrinjamos al marcador final— siempre estará más cerca. Y aun en el caso de no conquistarlo, aun en el caso de fallar, la decepción será matizada, sin dramatismos. Porque si los pilares son sólidos, los resultados llegarán, antes o después. Y porque nunca se deja tirado en la cuneta a uno de los nuestros.

«La victoria en Getafe y el billete para competir en Europa han sido la culminación de nueve meses increíbles»

El Celta regresa a Europa por la puerta grande. En las páginas de FARO y en nuestra edición digital lo hemos contado de forma extensa, detallada, con palabras hermosísimas y con espectaculares imágenes. Repasar lo escrito por nuestra sección de Deportes, revisar las imágenes de nuestros fotógrafos... la piel se eriza y el corazón se agita. El extraordinario trabajo de la redacción de FARO también merece formar parte de este capítulo memorable en la accidentada historia de un club centenario.

El celtismo vive días de vino y rosas. Es verdad que, si recurrrimos a la hemeroteca podríamos encontrar en el pasado situaciones que, en apariencia, serían similares. En apariencia. Porque este Celta europeo es otro Celta. Es más de la gente, de la calle, de los gallegos. Un club con el que los aficionados se identifican más y mejor. En el campo, en el banquillo —con el impagable Claudio Giráldez al frente— y también en la cúpula directiva. Una institución más cercana, que ha sabido ensanchar su base social con lo autóctono, con la identidad propia, con lo que de verdade é noso. Potenciando el ADN y metiendo en el cajón la chequera.

Ese es el verdadero éxito de este Celta. Para llegar hasta aquí la presidenta Marián Mouriño y su equipo han tenido que virar el rumbo en asuntos estratégicos. Han tenido que dar golpes encima de la mesa y metabolizar decisiones erróneas. Han tenido que enmendarse y rehacer el camino. En anteriores editoriales hemos dado cuenta de estos nuevos aires, no es necesario repetirlo ahora. La cúpula directiva ha demostrado inteligencia, sensibilidad y sensatez para conservar lo mejor de la herencia recibida —que es más de lo que se podría creer— e incorporarlo a un proyecto más cercano, más epidérmico, más social y participativo. Más coral.

El capital del Celta, su patrimonio, con independencia de lo que puedan indicar los fríos números de los balances económicos y los proyectos que se levantan con cemento y ladrillos, es hoy infinitamente mayor. Porque el orgullo de pertenencia a un club, a unos colores, a una forma de entender el deporte, de vivirlo y compartirlo, es un valor de primer orden que nunca se podrá adquirir en el mercado, por muchos euros que se posean.

La gran familia celeste está de celebración. Una fiesta extraordinaria, ganada en los campos, pero también fuera de ellos. Una fiesta que merece la pena disfrutarla estos días con intensidad y recordarla en el futuro. Porque es la fiesta de todos. Y lo mejor de todo es que el viaje continúa. Siempre continúa. Ahora al otro lado de los Pirineos.

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