Opinión
La revolución que no queremos ver
Vivimos en tiempos revolucionarios: esta sería la idea central en torno a la que trabaja el politólogo búlgaro Iván Krástev. Aunque tiene en mente la segunda administración de Donald Trump (la acaba de describir en una entrevista con Yasha Mounk como «un gobierno revolucionario bajo la forma de corte imperial»), plantea unas dinámicas que se extienden más allá de las fronteras americanas. Diríamos que se encuentran, tanto en lo ideológico como en lo económico, en el corazón mismo de la modernidad.
Tres son los elementos que para Krástev definen una revolución: primero, su curso no puede controlarse ni contenerse; segundo, el factor clave es la velocidad de cambio más que su orientación; tercero, no hay monorrevoluciones, transformaciones que afecten solo a un aspecto de la realidad. Todo sucede a la vez y en muchas direcciones, difuminando o borrando las fronteras anteriores. Adaptarse resulta clave. Adelantarse también.
Si trasladamos las mutaciones globales a la política local, ¿qué nos encontramos? Cambios a todos los niveles: demográficos y sociales, económicos y laborales. Y un mundo difícil de entender. Las corrientes migratorias han modificado la faz de los barrios, introduciendo además una gran presión sobre los precios de la vivienda. Estos se derrumban donde hay despoblación y escalan donde convergen las oportunidades laborales.
No hay ninguna política pública más necesaria, más urgente ni más angustiosa que la de la vivienda. ¿Cómo incrementar la oferta hasta los niveles necesarios? ¿Cómo conseguirlo sin edificar en vertical o sin consumir territorio masivamente? ¿Cómo hacerlo posible a precios asequibles? ¿Y cómo responder a las nuevas necesidades de servicios surgidas por el incremento acelerado de población? La única respuesta que obtenemos es el silencio o, como mucho, medidas cosméticas. El precio de dejar una revolución sin respuesta es la fractura social: el empobrecimiento masivo de gran parte de la ciudadanía y el enriquecimiento repentino de una pequeña minoría.
Junto a la demografía, cambia también la estructura económica. Ya es evidente por ejemplo en forma de salarios bajos, pero lo será aún más en las próximas dos décadas cuando la IA haya desplegado buena parte de su potencial. Habrá algunas profesiones al alza, aunque la mayoría irán a la baja. Los oficios de cuello blanco se verán especialmente perjudicados. En cierto modo, nos hallamos ante un mundo opuesto al que nos vendieron en la segunda mitad del pasado siglo: la universidad pierde, la formación profesional gana. Habrá una competencia feroz por ciertos empleos, lo que augura la formación de grandes bolsas estructurales de paro o de salarios deprimidos.
En contra de lo que aventuran los teóricos del libertarismo, muy probablemente el Estado se hará más necesario que nunca para mitigar las consecuencias nocivas de la globalización. Pero no será el Estado de Bienestar que hemos conocido, basado en los derechos universales y en la movilidad social ascendente. Se avecina más bien una sociedad altamente tecnológica y controlada por ingenieros, donde las diferencias de clase tenderán a cristalizarse. Un mundo que tendrá rasgos estamentales y cuyo ascensor social funcionará con más dificultad que en las últimas décadas.
La pregunta que se impone es si sabremos anticiparnos a esta revolución. Krástev tiene razón: en las revoluciones, quien no se adapta desaparece. Y la adaptación exige, antes que nada, admitir que el mundo que conocimos ya no volverá.
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