Opinión | Crónicas galantes

El extranjero no existe

Gallego de París, español y francés, el director Oliver Laxe hizo el otro día un canto a la universalidad que suena extraño en estos tiempos de cólera ultranacionalista. Fue en su discurso de agradecimiento por el Premio del Jurado que le habían concedido en el Festival de Cine de Cannes, como el agudo lector ya sabrá.

Contaba allí Laxe que un taxista palestino le preguntó en Jerusalén si tal vez era judío o —como español— lo habían sido sus ascendientes siglos atrás. «Pues a mí me parece que quizá fui musulmán y judío; además es que soy gallego, así que… en fin, un poco vikingo, un poco germánico también, ¿no?». «Vivan las diferencias», resumió.

El palestino asintió, citando a su vez un versículo del Corán que reza, nunca mejor dicho: «Os hicimos de tribus diferentes para que os conocierais los unos a los otros». Parece algo mágica esta impugnación a dos bandas del concepto de extranjero en el interior de un taxi de la Jerusalén de oro y de luz.

El propio Laxe es un ejemplo de ciudadano del mundo, de esos que llamábamos cosmopolitas antes de que la palabra perdiera su viejo prestigio. Nació en París de padres lugueses, pasó su infancia en los Ancares, estudió su oficio en Barcelona y ha filmado imparcialmente en Londres, en Galicia, en Tánger y en el Atlas marroquí.

Esa ha de ser una buena base para llegar a la conclusión de que no hay nada como conocer a gente de otras costumbres e ideas para sacudirse de encima la xenofobia o el simple miedo al diferente. Más o menos lo que venía a decir el texto del Corán que ilustró la conversación entre el director tantas veces premiado y el taxista de Jerusalén.

A favor del Laxe sin fronteras juega, cierto es, su condición de gallego. Los vecinos de esta esquina de la Península tuvieron desde hace un par de siglos, o por ahí, la tenaz manía de buscarse la vida en las Américas y luego en las Europas.

No era tanto afán de aventura como de mera subsistencia; pero lo cierto es que esa larga emigración dilató los confines de este reino hasta casi cualquier lugar del planeta. El caso es que aprendimos geografía sobre el terreno y quizá también el hábito de la tolerancia frente a otras costumbres, ideas y colores de piel.

Mucho tiempo después vendría la Unión Europea a descubrirnos que el extranjero, en realidad, no existe. Esto se intuía ya en Galicia, tierra donde nadie es forastero que ha convertido a la camelia japonesa en su flor nacional y hasta hizo que retoñasen aquí los kiwis de China y los eucaliptos de Australia.

No pocos temieron entonces que la caída de las aduanas dentro de Europa fuese a fomentar la delincuencia, el desorden y hasta la anarquía en los países asociados. Ya se ha visto que no.

Infelizmente, la idea de que todo lo malo viene de fuera vuelve a marcar más tendencia que nunca entre buena parte de la población europea. Quizá habría que difundir a modo de vacuna el sosegado y sin embargo emotivo discurso con el que Oliver Laxe abogó en Cannes por el respeto a la diversidad, que es la alegría del mundo. Por decirlo en el francés de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano: Vive la différence!

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