Opinión

Contra el virus de la polarización

La democracia no es perfecta, pero es el mejor sistema político posible. Cuidar la democracia es defender las libertades, la prosperidad, la equidad. Pero la calidad democrática no solo exige que se celebren elecciones, sino que también se garanticen la pluralidad informativa y la libertad de prensa, el estado de derecho y la independencia judicial, la ejemplaridad frente a la corrupción. Entre los males que actualmente dañan a las democracias está la creciente polarización.

La polarización política e ideológica implica que la ciudadanía tiende a concentrarse en polos políticos extremos y opuestos, abandonando posiciones moderadas y tolerantes, más proclives a acuerdos. Sabemos que la izquierda y la derecha tienen preferencias distintas, por lo que debemos asumir que el debate político y la contienda electoral sí son consustanciales a la democracia. Pero la polarización actual va más allá, implica un salto cualitativo con enormes riesgos porque conlleva polarización afectiva más que debate racional, genera extremismo creciente y reduce exigencias de buen gobierno al promover el sectarismo.

En primer lugar, la polarización afectiva está basada en afectos, es decir, en sentimientos, odios y amores que van más allá del pensamiento crítico y racional. Supone adhesión y pasión por los propios, y rechazo y aversión hacia los otros. Aquellos ciudadanos que se sitúan en un polo sienten y defienden a su grupo como propio y consideran ajeno al resto, pudiendo percibir a los grupos ajenos como un riesgo o amenaza. Así, en vez de pretender ganar electoralmente a los rivales se busca atacarles y dañarles, y los oponentes políticos pueden llegar a ser considerados enemigos en vez de adversarios, de modo que el debate y la competición electoral pasan a ser confrontación y ataque.

Por otra parte, la polarización implica un movimiento centrífugo hacia polos ideológicos extremos, de modo que es caldo de cultivo para fomenter el extremismo e incluso para conllevar una dinámica de divergencia creciente. Digamos que en esta confrontación política cada polo extremo reafirma las adscripciones y lealtades de sus propios y no aspira a coincidencias con el otro polo. Puede generarse un círculo vicioso de polarización creciente hacia los extremos del que es difícil salir, lo cual fortalece a los extremistas y reduce a los moderados. Frente al espíritu de consenso de la transición política española, nuestra democracia experimenta actualmente el virus de la polarización, que realmente se ha convertido en una pandemia a nivel global.

Finalmente, la polarización puede generar una adscripción o alistamiento que idealiza acríticamente lo propio y niega cualquier virtud a lo ajeno, apostando por un hooliganismo que reduce las exigencias de responsabilidad y ejemplaridad. De este modo, frente al análisis riguroso y racional, el debate político se llena de sectarismo y de confrontación entre bloques ideológicos dispuestos a ver “la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio”. Así, los seguidores de un líder estarán dispuestos a consentirle pautas más autoritarias, antidemocráticas o corruptas. El caso de los seguidores de Trump en Estados Unidos es revelador en política comparada, pero existen muchos ejemplos en las democracias actuales. Ese sectarismo impide una ciudadanía reflexiva, crítica y racional, tan necesaria en democracia.

Despolarizar nuestras sociedades es un reto vital para el futuro y solvencia de las democracias. Solo puede hacerse con conciencia ciudadana. Entendiendo la política como espacio de debate reflexivo y racional, reduciendo el peso de los extremismos y populismos, exigiendo responsabilidades a los representantes con independencia de la adscripción partidista. Nos jugamos la calidad democrática y el buen gobierno.

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