Opinión | Crónicas galantes
Gallegos sin papa, como siempre
Galicia tiene más facilidad para colocar políticos en Madrid que en el Vaticano
Herejes desde que abrazamos el arrianismo durante el reino suevo, los gallegos estamos condenados a no gozar de papa propio. La última vez que tuvimos un papable con aspiraciones, aunque pocas, fue hace ya veinte años, cuando el vilalbés Antonio Rouco Varela entró en las apuestas para suceder a Juan Pablo II.
Pero qué va. El elegido fue Benedicto XVI, que era precisamente el candidato de las casas de apuestas en aquel cónclave. En el de la semana pasada carecíamos ya de opciones, por la circunstancia sin duda lamentable de que no había gallego alguno entre los cardenales con derecho a votar y ser votados.
Queda el consuelo de saber que algún pontífice gallego hubo, si hemos de creer en lo que sostienen sin excesiva convicción ciertos estudiosos del asunto. Tal sería el caso de Dámaso I, que gobernó la Iglesia allá por el siglo IV. Hay quien sitúa su cuna en el territorio de la Gallaecia romana, si bien la opinión mayoritaria se inclina por atribuirle origen lusitano.
Gallego era en sentido amplio el recordado Juan Pablo II, si bien de la Galicja polaca, que se escribe con jota. Había nacido en Wadowice, antiguo condado del Reino de Galicia y Lodomeria, corona más bien simbólica que existió durante el siglo XIX y comienzos del XX. Por desgracia, se trata tan solo de una coincidencia onomástica.
Esas dos son todas las relaciones, más o menos forzadas, entre el Papado y Galicia, que tiene más facilidad para colocar políticos en Madrid que en el Vaticano.
Hasta los americanos, que no andan muy católicos, se nos han adelantado en esta sacra competición. Nadie lo esperaba, pero tiene su lógica imperial, por así decirlo. De hecho, fue un emperador romano el que proclamó el cristianismo religión oficial de Estado, abriéndole así las puertas a su expansión por el mundo. Baste observar que el latín sigue siendo la lengua universal de la Iglesia Católica.
No parece que Donald Trump, jefe del actual imperio americano, vaya a tomar medidas semejantes, claro está. El inglés en su variante americana es ya, de hecho, la lengua franca del planeta, como lo fue el latín en las posesiones de la vieja Roma. Y en cuestiones religiosas, Trump no entra demasiado para lo mucho que habla. Se sabe tan solo que profesa el cristianismo sin adscripción concreta, tras militar antes en la rama presbiteriana.
Otra cosa es la política. Habrá quien vea la larga mano de Trump tras la elección de un paisano suyo, pero tampoco hay que malpensar. No hay noticia de que amenazase con ponerle aranceles al Vaticano, que en realidad solo exporta misales y palabras evangélicas.
Como quiera que sea, dos de los grandes poderes del mundo —la jefatura del imperio USA y la de la Iglesia Católica— los ejercen ahora ciudadanos estadounidenses, lo que algo querrá decir.
A los gallegos se nos va pasando mientras tanto el arroz en esto de colocar a uno de los nuestros en la silla de San Pedro. Con lo que hubiéramos contribuido a refinar mediante la ironía la diplomacia vaticana, célebre ya por su sutileza.
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