Opinión
El último relleno de Vigo

Vista aérea del resultado de la actuación recreado.
Si hay una palabra que hace temblar a todos los presidentes del Puerto de Vigo que he conocido —y van unos cuantos, hombres y mujeres, desde Julio Pedrosa a principios de siglo hasta Carlos Botana en la actualidad—, es, sin duda, relleno. Cualquier sinónimo es mejor que relleno: ampliación, nueva explanada, superficie, espacio... Es un término maldito, desterrado por la connotación tremendamente negativa que arrastra, sobre todo en una ría tan extraordinaria como la nuestra y que tanto espacio ha cedido al crecimiento urbano e industrial. Porque, hay que recordarlo, el Puerto de Vigo se asienta en su práctica totalidad sobre terrenos arrebatados al mar. Es decir, rellenos.
El último relleno —y digo último no solo porque sea el ejemplo más reciente de ampliación portuaria, sino porque Vigo no consentirá ninguno más, estoy convencido— es la nueva explanada que se ha creado frente al auditorio de Beiramar, anexa a la lonja y al mercado. Un proyecto muy cuestionable en su origen, tanto por su dudosa necesidad como por la forma de llevarlo a cabo —a la antigua usanza, aterrando—, que se remonta a la etapa de Enrique López Veiga al frente de Praza da Estrela, y que ahora ha heredado el equipo de Botana, que trata de integrarlo de la mejor manera posible en ese nuevo proceso de apertura a la ciudad que está impulsando.
El daño ya está hecho, eso está claro. No hay vuelta atrás. Por eso el proyecto que el Puerto acaba de presentar a los minoristas de pescado —del cual hemos dado cuenta en estas páginas— parece una salida razonable para una obra que nunca debió hacerse. Por una parte, se extiende la humanización de la Av. de Beiramar al relleno, con un paseo y un carril bici, facilitando el acceso de los vigueses a una lámina de agua antes vetada. Por otra, se crea una zona de trabajo a cubierto para las pescaderas que cada madrugada acuden a la lonja: marquesinas con techos vegetales para reducir el impacto visual, pilones para limpiar el pescado (todo este trabajo, ahora se hace a la intemperie), y se deja la parte trasera de la explanada libre para que los camiones que traen especies de otras terminales, en España y el extranjero, puedan maniobrar y descargar.
No hay una solución perfecta para un relleno que no debió ver la luz. Los minoristas de pescado, al igual que los comercializadores y armadores, en general el sector pesquero, ya le han dado su bendición. Ahora queda por ver si la ciudad le da su visto bueno. Esto ya es más difícil. Desde luego, el Puerto está en deuda con los vigueses, a los que tendrá que compensar, y sobradamente, con nuevos proyectos de uso ciudadano.
Al final, de eso se trata: de reparar en lo posible un error, de dignificar un espacio que nació sin razón y que, al menos ahora, intenta enderezarse con sensibilidad urbana y respeto por quienes lo habitan y trabajan. No es la victoria de la ría y el sentido común sobre el hormigón, pero sí un pequeño gesto de reconciliación entre puerto y ciudad. Y, en tiempos como estos, eso ya es mucho.
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