Opinión
No soy un mono de feria, vivo aquí

Cruceristas llegando a Vigo. / Marta G. Brea
Gentrificación. Busco el término de moda en el diccionario de la RAE: «Proceso de renovación de una zona urbana que implica el desplazamiento de sus habitantes originales». Me pregunto si se ajusta a lo que ocurre en mi pueblo y la respuesta es afirmativa. Claro que sí.
Hace unos años, la invasión de turistas se concentraba en verano, Semana Santa, Navidad y algunos festivos, muy condicionada por la meteorología. Pero con la desestacionalización del sector y la compra masiva de viviendas por parte de no nativos —especialmente desde la pandemia—, la presencia de foráneos que vienen a disfrutar de este paraíso es constante. Y no los culpo.
Reconozco que el turismo se ha convertido en un motor económico. Así que no seré yo quien lo critique. Pero también es justo reconocer sus efectos perversos sobre la población autóctona. El gran problema es la vivienda. Precios imposibles, que se escapan del poder adquisitivo de los locales, pero no del de las rentas altas de las grandes capitales o de fondos que buscan lucrarse con el filón turístico. Como apuntan muchos estudios, este irá a más: Galicia es ya un destino refugio por sus condiciones ante el avance del cambio climático.
En realidad, sube todo, no solo la vivienda. Hostelería, restauración, comercio… Los concellos no están preparados para asumir este crecimiento exponencial de población. No tienen capacidad ni personal suficiente para afrontarlo, ni desde el punto de vista de la seguridad —imaginen un pueblo de 12.000 habitantes que en verano llega a 50.000 con la misma plantilla de Policía Local—, ni en servicios como la recogida de basuras o la asistencia médica. Cualquiera que intente ir al médico en una zona costera durante el verano sabe de lo que hablo. Hasta en el súper se nota: si te despistas y no vas temprano a hacer la compra, te tocarán yogures de coco y sabores raros que nadie quiere. Lo mismo con el pescado, la carne…
Y ya no hablemos del tráfico, del trastorno de intentar llegar a casa en coche, de no encontrar aparcamiento, de tener que hacer cola para todo, de salir a la calle con tus hijos y sentirte como un animal en el zoológico, un mono de feria: «Sí, vivo aquí, nací aquí, ¿qué pasa?».
Es cierto: el turismo genera riqueza y empleo. Pero no beneficia a todo el mundo. Por eso no me parece en absoluto descabellado que los concellos cobren una tasa turística por noche a los visitantes, para sostener los servicios básicos que pagamos solo quienes vivimos aquí. ¿Que esto ahuyentará las visitas? ¿Que tendrá un efecto negativo en el sector? Sinceramente, no lo creo. El turista que venga lo hará con la convicción de que vale la pena pagar un pequeño extra por disfrutar de este lugar, por contar con unos servicios públicos a la altura.
No podemos seguir vendiendo nuestras casas, nuestras calles y nuestras vidas al mejor postor, sin garantizar que quienes sostenemos este lugar los 365 días del año podamos seguir haciéndolo con dignidad. Que vengan, sí, pero no a costa de desaparecer. No estoy en contra del turismo; estoy a favor de un modelo sostenible que no nos expulse. Porque este paraíso que tanto valoran no existiría sin la gente que lo habita, lo cuida y lo hace único. Y eso también hay que pagarlo, ¿no?
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