Opinión | Editorial
Transparencia y justicia sobre las sedes del Mundial

Un partido en el estadio de Balaídos. / FdV
La prefiesta del Mundial 2030 en España, Portugal y Marruecos está teniendo un sabor amargo. La elección de nuestro país para albergar uno de los acontecimientos deportivos más importantes del planeta fue acogida con júbilo, no solo por los aficionados al balón, sino también por importantes sectores económicos que veían una oportunidad extraordinaria para reforzar sus negocios. Y, por supuesto, como una ocasión única para reforzar la marca España, para proyectarla y prestigiarla. En definitiva, un momento propicio para decirle al mundo que, pese a cierta imagen prejuiciosa y estereotipada, en España se hacen las cosas muy bien. Que este es un país de grandes futbolistas, pero que también es capaz de organizar con rigor y profesionalidad los más complejos eventos. Pero se ve que no.
Porque este Mundial 2030 ha nacido torcido. Más que ilusión hoy emana conflicto. Más que optimismo proyecta controversia. Más que transparencia difunde opacidad. La elección de las once sedes españolas es la crónica turbia sobre todo lo que no se debe hacer. Sin entrar en razones políticas o de otra índole extradeportiva, orillando las manifestaciones más exacerbadas, lo cierto es que a medida que se va conociendo cómo se coció la lista, la perplejidad, incluso la indignación, se acrecientan.
Porque un proceso que debería ser un pulcro cribado en el que de forma objetiva y honesta se valorasen los méritos de las aspirantes según unos criterios claros se convirtió en una trapallada de imposible justificación. Al menos de una justificación mínimamente coherente y razonable, con datos y números.
Lejos de arrojar luz sobre el entuerto, la situación se torna cada vez más oscura. Y la ausencia de respuestas alimenta la teoría de la conspiración, o de la enemiga hacia un proyecto, Balaídos, y una ciudad, Vigo, que no sabe por qué se ha quedado fuera: si por deméritos verificables o por otras consideraciones espurias.
Los lectores de FARO han podido seguir durante las últimas semanas este caso. Las informaciones que hemos publicado son, más allá de su valor periodístico, desalentadoras. ¿De verdad que el proceso de selección pudo ser tan cutre? ¿Se pudo haber jugado con el interés de una ciudad y con la ilusión de cientos de miles de personas de forma tan frívola?
El desmarque desvergonzado de dos de los tres miembros que conformaban el comité de selección —Fernando Sanz y Jorge Mowinckel— sobre la confección final de la lista es pasmoso. Su relato de cómo se trabajó, o mejor dicho cómo no se trabajó, es impúdico. Según su versión, enviada por escrito a la Federación Española de Fútbol y al Consejo Superior de Deportes, la selección corrió a cargo de una única persona, la ya famosa María Tato. Ella cocinó el ranking, metió en la lista a estadios o los sacó —como Balaídos— sin rigor ni transparencia ni consenso. Sin un solo aporte documental que lo justificase. Por decisión personal u obedeciendo órdenes de terceros.
La defensa tibia de Tato de su trabajo —sin un solo dato que lo acredite— y su fulminante renuncia —al parecer no aguantaba la presión— solo refuerzan las posiciones de quienes ven en todo esto una conjura por razones que se nos escapan para dejar a Vigo fuera de la cita mundialista. El de Tato sería, además, el primer caso de un responsable que dimite cuando lo ha hecho todo bien y a conciencia. Más que una renuncia, merecería el aplauso y hasta un ascenso. Pero Tato ha salido por la puerta de atrás, señalada como la promotora de una chambonada de dimensiones planetarias.
Que Sanz y Mowinckel hayan callado durante meses, incluso que hayan defendido durante ese tiempo su trabajo; que estos dos señores, cuyos méritos para formar parte de una comisión de este calibre son más que dudosos, hayan salido a la palestra con sus denuncias y acusaciones cuando se abre la posibilidad de que acaben en los tribunales (el Concello ha encargado un informe jurídico sobre posibles irregularidades); que su defensa se limite a un yo no sé nada, yo no vi nada, a mí no se consultó nada; que puedan albergar resentimiento tras haber sido despedidos de la Federación... Que todo esto sea cierto, no implica que no estén diciendo la verdad, o una parte de ella.
Si finalmente se puede demostrar que el proceso de selección de los estadios fue irregular; si queda patente que hubo trampas, Sanz y Mowinckel tendrán su cuota de responsabilidad, aunque la confesión total, que aún esperamos, sea un atenuante. Ellos insisten en que María Tato es la única culpable, hasta el punto de que no hablan del informe del comité, sino del «informe Tato». Además, deslizan, aunque con sibilina cautela, que Rafael Louzán, el hoy presidente de la Federación Española de Fútbol, estaba al tanto. Es, con todo, llamativo que Sanz y Mowinckel no supiesen absolutamente nada de lo que se estaba urdiendo a sus espaldas, pero conozcan quien sí lo sabía. Por eso, en su escrito apuntan, pero no acaban de disparar.
Nadie ha explicado con números en la mano por qué algunas sedes están dentro y otras fuera. Los argumentos para excluir a Vigo son flagrantemente inconsistentes: que si un problema financiero, que si una cuestión de sostenibilidad, que si el estadio es pequeño... Nada se sostiene. Vigo presenta unas finanzas saneadas, como pocas urbes en España. El estadio está en fase final de construcción y tiene proyectada, si fuese sede, una ampliación que le llevaría a 40.000 asientos. Además, existe un apoyo social masivo, un respaldo sin fisuras del club que utiliza el estadio (el Celta) y una estabilidad política que blinda la financiación (Caballero cuenta con 19 de 27 concejales). Su vecindad con Portugal, coorganizadora del Mundial, es un plus, como defiende el propio Gobierno.
Seguramente la candidatura de Vigo no es perfecta, pero es imposible de entender cómo ha quedado relegada en favor de otras que, hasta ahora, carecen de financiación (ni pública ni privada), ni sus instituciones promotoras presentan cuentas positivas, ni muestran una unanimidad política que la defienda. Y, por si todo esto fuera poco, sus proyectos suponen una inversión muy superior a la de Vigo, al partir de cero.
Las cuentas no salen. Aunque a Tato sí le salieron porque recurrió a un instrumento propio de organizaciones bananeras: «Vamos a meter valores hasta que nos cuadre el resultado». Y no fue fácil. Fuentes de la Federación reconocieron hasta cinco borradores.
No debemos soslayar la deficiente actuación del Gobierno, vía Consejo Superior de Deportes, que falló con estrépito en su labor de vigilar un proceso que validó de la A a la Z. Su sobreactuación ahora en la defensa de Vigo —y de Valencia— no les exime de responsabilidad. Y, por cerrar el círculo político, tampoco la Xunta, por boca de algún conselleiro, ha estado acertada al propalar —incluso por escrito— el argumentario falaz de quienes desprecian la candidatura. La obligación del Gobierno gallego es defender los intereses de Galicia en su conjunto y, más allá de algún comentario lacónico, se ha echado en falta un apoyo institucional sin fisuras ni matices a Vigo.
En esta encrucijada, a la Federación solo le cabe seguir enrocándose en que todo se hizo bien y pensar que ya escampará o reconocer la chapuza y corregirla. A estas alturas es imposible, e insensato, que se excluya a otras sedes para meter a Balaídos. Pero la posibilidad de que se caiga alguna candidatura —española o foránea— por incumplir sus compromisos está en el ambiente y una ampliación del número de estadios a trece no es descartable.
La FIFA tiene la última palabra y todavía no ha hablado. Así que la Federación debería poner todos sus recursos y su capacidad de influencia para darle a Balaídos, a Vigo, y a los celtistas lo que siempre se mereció: ser sede del Mundial. Su nuevo presidente, Rafael Louzán, un pontevedrés curtido en negociar, aunar voluntades y conseguir lo impensable tiene la oportunidad de enmendar un entuerto que nunca debió producirse. Balaídos se ha ganado su derecho a vestirse de mundialista. Que se produzca en la prórroga y de penalti sería un mal menor.
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