Aquel diente de tiburón

He hecho un poco de trampa: estas líneas las dejé escritas ayer miércoles. No es una confesión caprichosa por influencia temática religiosa, lo prometo. Lo digo más bien como precaución, no vaya a ser que surja un cataclismo –que hoy me toca descanso– y quede de outsider hablándote de un calamar.

En varias ocasiones os he contado que me crie, felizmente, entre gente de mar. Mis vecinos José (Baturro), Lelo y señor Martínez –este último era el padre– habían sido marineros toda su vida. En la entrada de la casa, casi frente a la de mi abuela materna, tenían una especie de mosaico hecho con la dentadura de un tiburón que, vete a saber si fue verdad o no, había peleado contra uno de ellos. No recuerdo cómo me contaron la historia, si estilo Herman Melville o Calendario Zaragozano.

Qué más me daba entonces y qué más me da ahora: me descubrieron un mundo, me regalaron uno de aquellos dientes y algún caballito de mar. Me contaron historias de barcos y tatuajes. Y tengo en casa todavía aquella reliquia de tiburón, mano a mano con el pincho de un marlín negro.

Es importante cómo descubrimos según qué cosas. Recuerdo muy bien quién me enseñó el curricán, qué son los Circos de Hiparco, por qué a los árbitros se les llama por los apellidos, cómo funciona una radiobaliza o cómo se hace un nudo as de guía. Otro enorme manojo de cosas que he ido aprendiendo están clasificadas en mi memoria, de cualquier modo, sin hemeroteca.

Pero mira: un barco construido en las gradas de Freire, en la parroquia viguesa de Coia, es el que que ha enseñado al mundo, por primera vez, un ejemplar vivo de calamar colosal (Mesonychoteuthis Hamilton). El mayor invertebrado del mundo. Un bicho de película, de Melville de verdad.

Un saludo del tímido «colosal»

A ver quién puede olvidar eso.

Feliz semana.

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