Opinión
Una conversación pendiente
Sánchez y Feijóo llevan más de un año sin hablar a solas
El mundo sufre una gran perturbación, se agita, y los líderes políticos se citan para intercambiar puntos de vista. Jefes de Estado y presidentes de Gobierno se reúnen de urgencia, viajan sin parar de una capital a otra y procuran mantener un contacto permanente ante la inquietante situación. A pesar de las sonoras bofetadas, una detrás de otra, que Europa ha recibido de Trump y sus más íntimos colaboradores en las últimas semanas, y de estar la Unión todavía aguardando una señal de liderazgo por parte de la presidenta de la Comisión, los mandatarios de Francia y el Reino Unido han acudido presurosos a entrevistarse con Trump, tratando de entender cuáles son sus intenciones y extraer las conclusiones oportunas. Incluso Zelenski, consciente de que la visita podía ser una encerrona para conseguir su rendición incondicional, acudió a la Casa Blanca y aguantó el tipo todo lo que pudo. Pedro Sánchez, erigido en cabecilla de la resistencia a la marea de derecha radical que nos invade, en los últimos meses ha ido al encuentro de Meloni y en fechas recientes se le ha visto saludar cordialmente a Orban en una cumbre europea. Miembros de su Gobierno proclaman con orgullo su disposición al diálogo y a «sudar la camiseta» para alcanzar acuerdos.
Hace más de un año que Pedro Sánchez y Feijóo no tienen una conversación a solas para hablar de los peliagudos problemas internos, finalmente empantanados o mal resueltos, y de los peligros que acechan de forma inminente en la escena internacional. ¿Qué tendría que ocurrir y hasta cuándo habrá que esperar para que el presidente del Gobierno y el primer líder de la oposición celebren un encuentro? ¿Por qué Pedro Sánchez, que dice haber vetado en sus conversaciones solo a Vox, no llama al líder del PP? Se dirá que en la política interior no rigen las exigentes reglas de cortesía que la diplomacia aplica en las relaciones entre los estados, pero este argumento es muy flojo e inadmisible. Los ciudadanos suelen conceder prioridad a los asuntos domésticos que les afectan de manera directa e instantánea.
Es posible que la verdadera razón sea otra de mayor gravedad: el modo tosco y hostil en que los partidos conciben la competición política, parte esencial de la democracia. La cuestión ha llegado al punto en que cualquier asunto es convertido en arma arrojadiza con el propósito de lesionar o reducir al rival. La disputa adquiere así un tono destructivo. Este es el trato dado a los temas que sobresalen encima de la mesa. El objetivo es poner en aprietos al adversario y rebajar sus expectativas electorales. El mejor ejemplo, por parte del PSOE, es la quita de la deuda autonómica. Aunque la mayoría de las Comunidades están gobernadas por el PP, el Ejecutivo, tras pactar con ERC, presentó una propuesta como hecho consumado con la indisimulada pretensión de provocar una división en el entorno de Feijóo. ¿Por qué el Ejecutivo evitó cualquier trato previo con el PP en un tema principal, que pone la sensibilidad de los ciudadanos y los territorios a flor de piel?
Por el contrario, cada vez que Pedro Sánchez alude a Trump, sin nombrarlo, no puede dejar de encadenarlo a Vox y al PP, al que ha tachado de «colaboracionista», palabra de triste recuerdo. El PP, por su lado, hurga en los procesos judiciales, maniobra en algunas votaciones parlamentarias y azuza las discrepancias entre los socios con el fin de ir poniendo obstáculos que hagan tropezar al Gobierno.
La finalidad de estos juegos tácticos no es en ningún caso depurar los vicios y defectos apreciados en nuestra democracia, sino ganar posiciones en la interminable lucha por el poder. En la actualidad, los partidos españoles no son capaces de competir limpiamente y a la vez cooperar con lealtad cuando la ocasión lo requiera. La coyuntura internacional, el orden mundial patas arriba, reclama la máxima unidad de los países europeos, entre ellos e interna. Eso solo se consigue compartiendo el análisis de la situación y las decisiones. El diálogo no detiene la competición política ni obliga a un pacto. Solo implica reconocer el pluralismo político propio de cualquier sociedad moderna y la posibilidad, feliz para la democracia, de la alternancia.
Los ciudadanos piden a los políticos que hablen y se esfuercen en lograr acuerdos. Pero los partidos, que presumen de interpretar la voluntad de los electores haciéndola coincidir con sus intereses particulares, merecen un gran cero en pedagogía política por el mal ejemplo que vienen dando. Ahora nos lamentamos por el riesgo en que estamos de perder definitivamente las formas en política, pero este es el aspecto más descuidado de la política española. Si le hubiéramos prestado la atención debida, máxime teniendo en cuenta nuestra historia, no me cabe duda de que todos tendríamos un comportamiento más constructivo.
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