Opinión

Vagos con IA

Uso de inteligencia artificial para realizar trabajos educativo

Uso de inteligencia artificial para realizar trabajos educativo

Hay que admitirlo: somos vagos por naturaleza. Cuando era un chaval, en el instituto, el que no quería hacer un trabajo y andaba sobrado de pelas acababa pidiéndoselo a un compañero o compañera por un módico precio. Había auténticos especialistas, capaces de modificar lo justo los textos originales para que no les pillasen, o al menos para que no cantase demasiado. Emprendedores en potencia.

Más tarde, en 1998 (por cierto, el año en que nació Google), algún genio de la Universidad de Salamanca creó «El Rincón del Vago», una web para compartir de forma gratuita apuntes y todo tipo de trabajos, poniendo para siempre las creaciones de los estudiantes bajo sospecha. Hoy, como todo el mundo sabe, la inteligencia artificial ha supuesto un salto cualitativo y cuantitativo con repercusiones todavía impredecibles. La sombra del plagio nunca ha sido tan alargada.

Y afecta, como muy bien ha contado nuestro compañero Edgar Melchor, a casi todas las etapas del sistema educativo, desde Primaria hasta la Universidad, pasando por la FP. «¿Por qué me lo tachas si está todo bien?», le reprochaba en su artículo un alumno a una docente de secundaria tras sospechar y verificar ésta que el trabajo no lo había hecho él, sino una inteligencia artificial (ya sea ChatGPT, DeepSeek, Copilot o Gemini). Y tenía razón: todo estaba bien, pero hizo trampas. Cogió un atajo.

No envidio a los profesores de hoy en día con las IA, porque el nivel de sofisticación irá a más y cada vez será más difícil detectar el copy-paste. Los propios alumnos ya usan programas de detección de plagio para personalizar los contenidos lo suficiente y evitar que les cacen. Al final, va a ser cierto eso de que hecha la ley, hecha la trampa.

La solución, si es que la hay, es compleja. Algunos docentes han optado por obligar a los estudiantes a hacer los trabajos en clase, algo que me parece muy apropiado (así se evitan las consultas a deshora en las apps o directamente a través del móvil, de las que tanto se queja el profesorado, y con razón). Y si eso no funciona, tocará volver al origen: medir las capacidades no por los trabajos que presentan, que ya se ve que van a estar adulterados, sino por los resultados de los exámenes. Porque la IA no va a desaparecer, y como bien decía José Fariña, director de la Escola de Enxeñería Industrial de la UVigo, los jóvenes deben aprender a utilizarla porque en el mercado laboral se lo van a exigir.

Es la pescadilla que se muerde la cola: ponerle coto a la IA y, al mismo tiempo, aprender a usarla y sacarle todo el potencial. Estamos ante un desafío que no tiene una respuesta sencilla. La inteligencia artificial no es el enemigo, pero su uso indiscriminado puede desvirtuar el aprendizaje si no se regula con criterio. La clave no estaría en prohibir, sino en educar para que los chavales sepan diferenciar entre apoyarse en la tecnología y depender por completo de ella. Al final, la educación no debería ser solo acumular conocimientos, sino desarrollar la capacidad de pensar, razonar y crear con sentido crítico. Y eso, por ahora, sigue siendo un territorio exclusivamente humano.

Y remarco el «por ahora».

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