Opinión
Juan Agustín Moro Benito, una vida truncada
En esa tarea inacabable de ordenar y clasificar papeles y libros, ejercicio casi imposible donde ya no hay espacio, me encuentro con el ejemplar editado hace unos años en recuerdo y homenaje a la figura del magistrado Juan Agustín Moro Benito. Hice una pausa para volver sobre sus páginas, y al paso de estas se removían en mí recuerdos ya lejanos, evocados con conmovedora tristeza.
Compartíamos mesa en el aula de la Escuela Judicial; congeniamos muy pronto a medida que íbamos descubriendo nuestras afinidades; había plena sintonía en ideas, proyectos e ilusiones sobre la forma en que íbamos a ejercer nuestra función; tanta era nuestra sincronía que bromeábamos porque coincidíamos hasta en la estilográfica que utilizábamos (una Montblanc). Juan Agustín era una persona alegre y tan candorosamente sencilla que se hacía querer. Con su barba tenía un cierto aire de poeta romántico, razón por la que mi mujer lo bautizó como Lord Byron. Aprobó muy joven la oposición, tanto que tenía aún pendiente el servicio militar que había ido posponiendo. Recuerdo que le acompañé al Ministerio de Justicia para poner en orden su situación militar y judicial. Y porque el Estado cree —sin duda, erróneamente— que se sirve más a la patria haciendo la instrucción que desempeñando la función judicial, le obligó a anteponer el servicio militar al que podía prestar en un tribunal, de modo que le hizo mudar la toga por el uniforme castrense.
Destinados ambos en Andalucía, juramos con otros compañeros el cargo en la entonces Audiencia Territorial de Sevilla y seguidamente partimos todos para nuestros respectivos juzgados, todos menos él, que hubo de incorporarse a su destino militar. Al cabo de unos meses me escribía contrariado porque mientras nosotros ya estábamos adquiriendo experiencia, él se encontraba atrapado en aquel paréntesis militar, obligado a posponer su dedicación profesional. Y a este disgusto sumaba la desazón que para él suponía estar —creo recordar que en Madrid— desempeñando funciones de chófer del coche oficial de un alto cargo militar, con el riesgo que eso suponía en aquellos aciagos días de atentados terroristas.
Estando yo de juez en Lalín, recibí la visita de dos hermanos suyos; ambos formaban parte del grupo musical que acompañaba a Rocío Dúrcal que iba a actuar en Santiago de Compostela; aquella visita, según me explicaron, les venía “impuesta” por su hermano Juan Agustín; ni que decir tiene que aquella muestra de afecto y recuerdo me conmovió.
Por nuestra relación epistolar, iba sabiendo de sus movimientos y nuevos destinos. Pero tras un tiempo de silencio, una mañana, inesperadamente, leo en la prensa que el presidente de la Audiencia de Ávila había sido asesinado; era Juan Agustín. Sentí como una sacudida que me vaciaba el pecho y las manos se me agarrotaron mientras sujetaba el periódico; aturdido, volví a leer aquellas líneas como para cerciorarme de lo increíble.
En la tarde de un viernes 26 de febrero de 1993, Juan Agustín sale de su despacho. A unos cincuenta metros, en una calle próxima al Palacio de Justicia, un turismo Seat Ibiza se coloca a su altura, y su desalmado conductor, con una escopeta de caza cargada con munición de postas, salvajemente le descerrajó dos disparos en la cabeza. Al parecer aquel hombre había quedado descontento con una resolución dictada por él años atrás cuando estaba destinado en la Audiencia Provincial de Palencia. Era aquella una muerte injusta y despiadada. Allí, en la calle, en aquella tarde del frío invierno, por la sola voluntad homicida de un ser despiadado, se desplomaba en el suelo un hombre bueno, querido por los que le conocían; de golpe aquel insensato le arrebataba el futuro, le robó inmisericorde los años de vida que merecía y que sus ilusiones necesitaban. La Audiencia de Ávila le condenó a veinte años de reclusión menor, apreciándole la eximente incompleta de enajenación mental, por lo que acordó su internamiento en un establecimiento psiquiátrico.
Cuando tomó posesión como presidente de la Audiencia Provincial, seguía siendo el Juan Agustín que yo había conocido, amante de la música y devoto de la justicia, de ilusión desbordante y de una sencillez cautivadora. Y, por supuesto, seguíamos en aquella sintonía de nuestros años jóvenes; así resulta de algunas de las palabras del discurso pronunciado en aquella ocasión: “El juez necesita varias horas diarias, al margen de su trabajo en la oficina, para estudiar y reflexionar acerca de las múltiples cuestiones que suscitan las frecuentes reformas del ordenamiento jurídico” Para él, el oficio de juez requería de un sosiego incompatible con el estilo de vida actual. Por eso, decía que “nada bueno se conseguirá para la Justicia interponiendo la celeridad a la seguridad” con olvido de los principios y valores constitucionales propios de un Estado de Derecho.
Su recuerdo perdura hoy, no solo en la memoria de los amigos y compañeros, sino en la calle de su pueblo, Cubo de don Sancho (Salamanca), que lleva su nombre; también en la placa colocada en el lugar donde fue abatido, y, por último, en otra situada en la escalinata de la Audiencia Provincial de Ávila donde rezan estas hermosas palabras llenas de verdad: “Tu pasar no ha sido estéril, sobrevives en el amor a la Justicia”.
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