Opinión

Una época perpleja

Mientras uno espera no sabe bien el qué, el mundo cambia con el vértigo de las tormentas perfectas. Lo hace todo: el clima, los avances tecnológicos, las decisiones geoestratégicas...

Como espectadores consumistas, como apantallados ante la irrealidad de una superproducción de cualquier plataforma, adscrita a no se sabe qué fondo de inversión al servicio de no se sabe qué ideología, permanecemos como absortos, en apariencia admirados de un espectáculo interminable en sus capítulos, con una oferta sobresaliente de mundos que releen la historia condicionándola a determinados intereses, no a la verdad, suplantan al entorno real, restan tiempo a la convivencia y a la familia, subvierten entendimientos culturales, crean modas pasajeras, violan intimidades y justifican cuanto hasta ahora se había entendido, de manera justificada o no, como perversión.

Estamos como inmersos en una peonza o, si lo prefieren, formamos minúsculas piezas de puzle esquizofrénico laberíntico, sin más aparente salida que la propia locura, la necesidad de vivir sin horizonte, en la inmediatez y en la necesidad de adquirir aquello que se nos presenta como novedad y que a veces, como demuestra la Inteligencia Artificial, es creado por la determinación de máquinas en base a gustos estudiados.

Somos de un especie que bien podría denominarse hominus perplexus, que dirá el paleontólogo de dentro de unos milenios. Las características vienen determinadas por la propia definición del diccionario: dudosos, inciertos, irresolutos, confusos, desconcertados, estupefactos, atónitos, asombrados, indecisos, vacilantes, titubeantes, patidifusos, boquiabiertos, absortos... Las decisiones las toman por nosotros quienes resuelven qué tecnología utilizar para manejarnos. Perdónenme los que no se sientan aludidos, quizás existan, aunque yo los desconozca.

En un mundo donde la prisa ha tomado las riendas de nuestras existencias, la esencia del ser humano se ve sometida a un incesante desafío. Las circunstancias que nos rodean, marcadas por la vorágine tecnológica, la globalización implacable y crisis sociales que asolan nuestras comunidades, nos invitan a un ejercicio urgente de reflexión profunda sobre nuestra verdadera identidad.

El ser humano, en su incesante búsqueda de identidad, se encuentra atrapado en un delicado vaivén entre la autenticidad y las expectativas que el entorno impone. En este contexto, la autenticidad se erige como un valor cardinal, un faro luminoso que nos orienta a ser fieles a nosotros mismos, aun cuando las presiones externas intentan desviar nuestro camino.

La incertidumbre que caracteriza nuestro presente, las realidades de desigualdad y crisis climática, por ejemplo, nos advierten que nuestra existencia está indisolublemente unida a la de nuestros semejantes y al planeta que habitamos, lo que nos invita a abrazar la resiliencia y la adaptabilidad como virtudes cardinales. Aprender a navegar la ambigüedad y hallar significados en el caos es el único sendero que puede conducirnos a un crecimiento aceptable. En este viaje existencial, cada individuo posee la oportunidad de redefinir su propósito y contribuir a forjar un futuro más equitativo y sostenible para todos. Lo contrario no lo soportarán ni Trump, ni Muks, ni Putin, en sus solitarios búnkeres apantallados.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents