Opinión
Bufidos
Ciertos ruidos sintetizan a la perfección nuestro estado de ánimo
Cada noche, mi hija pregunta a gritos desde su habitación qué significa tal o cual palabra. Es un martilleo constante, como el de un herrero, desde que lee novelas juveniles. Página a página su lenguaje se ensancha un poco más cada día. A veces emplea más tiempo preguntando por los significados de las palabras que leyéndolas. El lunes, mientras en el salón intentábamos ver el segundo capítulo de Paradise, Helena preguntó qué quería decir «bufar». Se hizo un silencio en la casa, y al final, en un claro caso de huida hacia delante, dije: «Bramar». Mi poco locuaz respuesta le sugirió una segunda pregunta: «¿Y qué significa bramar?» Pulsé el botón de pause para no seguir perdiéndome la serie; aquello podía alargarse. Me dio por aclarar, o nublar, que «bramar es rezongar». Por supuesto, la niña no tenía ni idea de que era rezongar. Quizás tampoco yo. Me rendí y le expliqué que alguien que bufa, brama, rezonga, es alguien que está harto, enfadado o frustrado, y lo manifiesta haciendo extraños ruidos con la boca. Muchas veces, ni siquiera es consciente. Se le escapan.
En un brote de retórica, como si necesitase resumir todo lo dicho hasta entonces, razoné que «bufar, resoplar o gruñir son una forma de hablar». Era ya imposible seguir desarrollando esta teoría a gritos, de una estancia a otra. Me levanté de mala gana y me presenté en su habitación resoplando como un caballo. «Esto es bufar», le aclaré. Lo entendió perfectamente. Me parecía que también se hacía cargo de la elocuencia de los numerosísimos ruiditos que un ser humano puede emitir, y que son muy difíciles de recoger en el diccionario de una lengua. Nos desinteresamos del todo de lo que estábamos haciendo, ella leyendo y yo viendo una serie, y nos pusimos a gruñir, refunfuñar, rugir, soplar, resoplar, mugir, tratando de que cada vez el sonido nos saliese de una forma distinta. Coincidimos en que se trataba de modos de expresión arcaicos, pero que a menudo, cuando se nos escapan, queda perfectamente sintetizado nuestro estado de ánimo. Nos evita tener que detallar cómo nos sentimos.
La parquedad puede en ciertas circunstancias volverse inagotable. Me acordé de la primera película en la que colaboraron Ennio Morricone y Sergio Leone. Por un puñado de dólares. Estuvieron a punto de romper en la escena final. Leone pretendía usar una pieza musical en la fase de montaje que Dimitri Tiomkin había compuesto para Río Bravo, de Howard Hawks. «Como uses eso, dejo la película», amenazó Morricone, que al final se saldría con la suya, aprovechando una canción de cuna que había compuesto años atrás para Los dramas marinos, de Eugene O’Neill, y que le coló a Leone sin decirle nada. La decisión tuvo, a la larga, muchísima fortuna. Acabó siendo el tema principal de la película, en forma de silbido. Este funcionó tan bien que la siguiente película juntos, La muerte tenía un precio, comenzaría con un hombre a caballo silbando a lo lejos. En una vuelta más de tuerca del primitivismo, El bueno, el feo y el malo, arrancaría con el aullido de un coyote.
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