Opinión | Crónicas galantes
Pobres de nuestras lenguas
Jacques Audiard, director de la película Emilia Pérez que aspira a un montón de Óscar, ha dicho que el español es idioma de pobres. Eso molestó a mucha gente, aunque en realidad no hay motivo. La pobreza es un enojoso inconveniente para quien la padezca, desde luego; pero en modo alguno una razón para avergonzarse de ello. Lo que ocurre es que a nadie le gusta que le llamen pobre.
Visto el asunto desde Estados Unidos, que es donde se reparten los Óscar, los aranceles y las bofetadas al resto del mundo, no le falta razón a Audiard. El castellano es la lengua en la que se expresan las gentes del servicio en América, como fácilmente se observa en las series y películas de ese país.
Si uno se toma la molestia de poner las pelis en versión original y con subtítulos, no tardará en notar que los personajes que sueltan alguna frase en español desempeñan, por así decirlo, trabajos poco cualificados. Nada más normal. Son los inmigrantes de primera generación, procedentes de Latinoamérica, quienes se ven obligados a aceptar los trabajos que los americanos ya instalados desdeñan.
Incluso los indios, que siempre fueron los malos del western, hablaban a veces en castellano. Así lo hace el jefe Cochise, que necesita de traductor español/inglés para entenderse con el capitán yanqui que interpreta John Wayne en la versión original de Fort Apache. No es una distorsión histórica de esas en las que tanto abunda Hollywood. El auténtico Cochise, nacido en el Virreinato de Nueva España, conocía los rudimentos del español, al igual que su sucesor Gerónimo.
Probablemente el francés Audiard estuviera aludiendo a la situación del español en Estados Unidos cuando lo calificó de idioma de pobres. Se limitaba a constatar una realidad en ese contexto: y no parece que lo hiciese con ánimo despectivo.
Mucho más que una simple lengua, el inglés es para los recién llegados a territorio USA un símbolo de progresión social asociado al poder y a la riqueza. De ahí que tiendan a utilizarlo para relacionarse con sus hijos, aunque entre ellos hablen español, que sería la lengua de andar por casa.
Algo muy semejante ocurre en Galicia, donde lo usual es que los padres hablantes de gallego se dirijan a sus hijos en castellano. Los efectos de ese hábito están siendo letales para la pervivencia del gallego en Galicia y seguramente habrán de serlo también para la del español en Estados Unidos. Aquí no se libra nadie.
Es una mera cuestión de renta per cápita. Cuando dos idiomas conviven en un mismo espacio, no necesariamente lo hacen en plano de igualdad. Suele haber una lengua de prestigio vinculada al poder, como el inglés en USA o el castellano en Galicia. Luego está la otra, más menesterosa, que propende a desaparecer por falta de transmisión de una generación a la siguiente.
Los gallegos, bilingües de momento, saben mucho de esto por experiencia. El gallego, que les es propio, parece idioma de clase B respecto al castellano; y a la vez, el español, que sería el adoptado, está igualmente subordinado al inglés.
Hablemos lo que hablemos, lo estaremos haciendo en lenguas de pobres. El cineasta Audiard no ha hecho otra cosa que advertirlo en el caso del español.
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