Opinión
La intimidación como método
Por primera vez en democracia, el fiscal general del Estado (FGE) en ejercicio, que tiene constitucionalmente encomendada la defensa de la legalidad, ha comparecido imputado por un delito de revelación de secretos y se ha negado a contestar al magistrado instructor del Tribunal Supremo (TS).
No estaba obligado a declarar ni a decir la verdad. Lo inadvertido es que, con actitud desafiante, acusase al juez de «invadir» derechos fundamentales —por el «allanamiento» de su despacho— y de actuar contra él, en una instrucción «decidida de antemano».
Ante la facundia de quien goza de las garantías procesales propias de cualquier ciudadano y el mayorazgo de ser el jefe de los fiscales, el instructor, con ese gesto cansado del nadador fuera del agua, condescendió con quien actuaba con ignorancia deliberada.
Este principio, con origen anglosajón (willfull blindness), define la posición de quien —pudiendo y debiendo conocer la naturaleza del acto o colaboración que se le pide— se mantiene en situación de no querer saber aquello que puede y debe conocer y sin embargo se beneficia de la situación.
Sobrevolaba una defensa singular —enmarcada dentro de la estrategia de lawfare— consistente en deslegitimar al juez, con la mirada puesta en el Constitucional, suministrándole el material que «justifique» vulneración de derechos. Lo que viene a ser el control de la legalidad ordinaria, disfrazado de legalidad constitucional, por un tribunal erigido en órgano jurisdiccional.
En medios jurídicos la performance no ha causado sorpresa, al estar descontado que, al no haber dado muestras de presentar su dimisión y gozar del apoyo sin ambages del Gobierno, iba a contribuir —doctrina, actitud y relato— a la cruzada en marcha contra jueces, medios críticos y oposición.
Lejos de colaborar con la justicia, destruir pruebas que podrían exonerarle, mantenerse en el cargo, una vez imputado, dañando al Ministerio Público, no contestar a las preguntas del juez son extravagancias desacertadas.
Los fiscales del procés (Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal, Fidel Cadena y Jaime Moreno), junto a otros ocho fiscales de Sala, han dado muestra de su fibra moral, exigiéndole la «imprescindible» renuncia, por su actitud «impropia» en un Estado democrático de derecho.
A toda prisa
En una sociedad educada conforme a las reglas que rigen el espectáculo, los tiempos de la política varían en función del objetivo que se quiera conseguir.
La ingeniería creativa tiene que estar preparada para mantener un estado de fiesta permanente. No hay más que ver el espacio que ocupan las secciones de tribunales en los medios escritos, oídos y vistos.
¿Por qué tantas prisas para negociar acuerdos, formar gobiernos, aprobar leyes controvertidas —sin pasar por el fielato de los órganos consultivos— o hacer campañas desde el poder, repartiendo dinero?
Porque algunos quieren —cuanto antes y durante más tiempo— apuntalar el poder. Quedan lejos las ocasiones en que —mientras se pedía tranquilidad y discreción— el misacantano quería una investidura «a fuego lento» . Entretanto, su socio manejaba tiempos distintos porque tenía prisa en «anular» a su contrincante.
Hubo urgencia en derogar la sedición y rebajar la malversación, urdida para evitar la cárcel y garantizar la impunidad a una extensa nómina de beneficiarios. Y pachorra para rendir cuentas: se trate del balance de la pandemia, garantizar el orden constitucional frente a amenazas anunciadas o autenticar la viabilidad financiera del estado de bienestar.
La prisa se confabula con el mando, creyendo que así muestra fortaleza, sin reparar en que mandar es la prueba más palmaria de su debilidad. Además, que se note, a base de decretos, órdenes… con el único propósito de mantener un nivel de crispación bastante para confinar a la oposición.
¿Y el partido ganador de las últimas elecciones? Aparenta estar fuera de la política nacional, a pesar del poder autonómico y la mayoría absoluta en el Senado. Tiene prisa por comenzar a gobernar pero no sabe qué dirección tomar.
Los vascos —cinco escaños—, que «no se tiran a la piscina si no hay agua», se han visto obsequiados con el palacete y, a toda prisa, lo han registrado a su nombre.
Acción popular y reforma estructural
La limitación de la acción popular (vehículo de conveniencia que tantos disgustos ha dado a gobiernos de distinto signo) y la modificación del acceso de jueces y fiscales a la carrera judicial, vieja aspiración de la izquierda.
En los últimos años, las asociaciones han pedido que se convocaran más plazas a juez y la respuesta ha sido una sonora negativa. Al no haber convocatoria, se han nombrado jueces sustitutos.
Sin mayoría social ni parlamentaria, el Ejecutivo —ignorando la conveniencia, sugerida por Montesquieu, de no tocar las leyes «sino con mano temblorosa»— ha esprintado, con dos reformas sucesivas en menos de un mes.
Arguyendo la búsqueda de neutralidad, eficiencia y corrección de un supuesto sesgo conservador, el Gobierno que presenta querellas contra los jueces, los acusa de lawfare y legitima a prófugos e imputados, registró una propuesta para limitar las acusaciones populares y endurecer el régimen disciplinario de jueces y fiscales que emitan opiniones políticas.
Sin solución de continuidad, anunció la reforma integral del acceso a las carreras judicial y fiscal, con la intención de «adecuar» la actividad de la carrera judicial al siglo XXI. Incluyendo un artículo (342) ad hominem, redactado para descarrilar las candidaturas de dos magistrados por sus decisiones en la ley de amnistía y el caso Pegasus.
El anteproyecto de ley advierte la desconfianza que el poder ejecutivo tiene respecto de los jueces. Las intenciones estarían encaminadas a crear una judicatura a la medida, apostando por la renovación de la manera más rápida, vía sustitutos y cuarto turno.
Sin diagnóstico riguroso ni amplio consenso, con todas las opciones abiertas, incluido el adelanto electoral ¿tiene sentido, justamente ahora, una reforma estructural del Poder Judicial?
Cuando el barco ha encallado, los motores están parados, las velas arriadas, no afloja el remolino judicial y el objetivo es ocupar a toda prisa las instituciones públicas (judicatura) y privadas (Telefónica), más bien ninguno.
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