Opinión
Educar por amor al arte

Graffitis vandalizando la escultura de "O Bañista do Areal" / Adrián Irago
Ya ni recuerdo cuál fue la primera noticia que leí en FARO sobre vandalismo y arte urbano. Tal vez cuando pintarrajearon la monumental escultura de «Los Caballos» en Praza de España, obra de Juan José Oliveira. Quizás alguna anterior, no lo sé. Han pasado muchos años desde entonces, y sigo sin entender las motivaciones detrás de estos ataques contra la cultura. ¿Qué sentido tiene vaciar un spray de pintura sobre un mural? ¿O arrancarle un brazo —o cualquier otra parte— a una escultura? ¿O directamente robarla? No tiene gracia ni justificación alguna —y menos, artística— más allá de hacer daño.
Las víctimas siempre son las mismas. Que se lo pregunten a los autores de los murales del programa «Vigo Cidade de Cor», una de las mejores iniciativas del Concello para fomentar las artes plásticas y embellecer rincones degradados por todo el casco urbano y las parroquias. Pocos se salvan del ataque de los mal llamados grafiteros (que yo sepa, Banksy, el artista callejero más famoso del mundo, no mancilla las obras de otros). Lo mismo ocurre con todas esas esculturas que dignifican nuestras calles, parques y jardines: «O bañista do Areal» de Francisco Leiro, «A familia» de Manuel García «Buciños», o la que homenajea al famoso vendedor de periódicos Manuel de Castro, en Príncipe. La mayoría terminan manchadas —con suerte— o mutiladas sin piedad, una y otra vez.

La prótesis que sujeta el periódico real que alguien ha instalado sobre la estatua de Manuel Castro / I.B.
Por desgracia, la lista no termina ahí. Ejemplos sobran: el «Monumento a Julio Verne» de José Molares, «Os redeiros» de Ramón Conde, el «Monumento a Méndez Núñez», de Agustín Querol, e incluso «El Sireno» de Francisco Leiro, con intentos (varios) de escalada incluidos. Ninguna de estas obras se ha salvado del vandalismo, en mayor o menor medida. Y eso es lo que duele. Porque las obras de arte urbano cumplen, a mi juicio, una función simbólica: representan la identidad de la ciudad, embellecen el espacio público y promueven el diálogo cultural entre los vigueses. Cuando se dañan, esa conexión se quiebra y el arte pierde parte de su capacidad transformadora.
Hace unos años, desde nuestra web, preguntamos a los lectores cuál debería ser el castigo para quienes vandalizan nuestro patrimonio artístico urbano. La mayoría votó por multas y obligar a limpiar lo que hubieran manchado (en el caso de las pintadas, al menos). Yo, además, les impondría asistir a un curso de reeducación, como los que se hacen para recuperar los puntos del carné de conducir. Porque solo a través de la educación lograremos que quienes hoy destruyen aprendan a proteger. Solo así podremos garantizar que el alma artística de Vigo siga latiendo en sus calles. Educar, nunca mejor dicho, por amor al arte.
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