Opinión | Al azar

Es atrevido comparar a Trump con Al Capone

Por desgracia, el flamante presidente estadounidense se adelantó a sus críticos al equipararse al gánster de Chicago, para desestabilizarlo hay que acusarle de manos pequeñas

Las «órdenes ejecutivas» de los presidentes estadounidenses al desembarcar en la Casa Blanca poseen una relevancia especial. Obligan al flamante inaugurado. Cómo no evocar a este respecto el decreto presidencial de Barack Obama en su debut 2009, que acordaba el cierre del penal norteamericano en Guantánamo. La prisión de Cuba para islamistas sigue hoy abierta, con quince presos, lo cual no desacredita al gesto ejemplar. Para la microhistoria, países como España dieron al traste con el desalojo, al negarse a aceptar los presuntos terroristas comprometidos.

Se podría continuar con los anuncios de Joe Biden en pro de la igualdad racial a su llegada al Despacho Oval, tampoco satisfechos en plenitud. Es decir, a Trump se le acusa hoy de cumplir los edictos presidenciales que sus antecesores desobedecieron, pero en breve se le culpará también de haber firmado en vano. No puede hablarse de injusticia en este trato desigual, porque el presidente 45 y 47 manipula en su favor los excesos críticos que recibe. O se anticipa a quienes le vituperan.

Cabe imaginar que un analista desvelado desee superar a todos su rivales, en la tarea global de desacreditar a Trump. Eleva la apuesta, y se decide a equiparar al imperator con Al Capone, inmortalizado en la estampa de Robert de Niro para Brian de Palma en Los intocables. Ya está bien de reducir al recién inaugurado a un payaso al estilo del Joker. O de atender a la humorada de Hollywood, al nominar para el Óscar la fenomenal recreación de la juventud trumpista a cargo de Sebastian Stan en El aprendiz. Hay que apostar a lo grande, sacar en procesión al gánster de Chicago, no cabe mayor atrevimiento injuriador.

Por desgracia, alguien se ha adelantado en la equiparación presidencial con el autor de decenas de asesinatos, el propio Trump. El pasado lunes, una vez superado el juramento en el Capitolio, se sometió en otro mitin masivo a una equivalencia que no hubiera ensayado ningún gobernante. «Alphonse Capone era un tipo bronco, pero ni siquiera él me gana en imputaciones penales, tuvo menos de una centésima parte de las que yo he padecido». Bomba desactivada.

El problema de insultar a Trump es que siempre se llega tarde. El consenso estableció que perdería su primer envite electoral en 2016, tras divulgarse su ya célebre «si eres famoso, puedes agarrar a las mujeres por los genitales». En cambio, las votantes blancas le excusaron en «estas debilidades le hacen más humano». Su visión muscular de la política no debía sobrevivir a la evocación de que guardaba en su despacho los discursos completos de Hitler, aunque no existiera la mínima sospecha de que leyera un libro. El alto cargo militar que desveló durante la pasada campaña que Trump le había alabado a los generales hitlerianos, debía enterrar a su antiguo jefe. Todo lo contrario. El sesenta por ciento del voto de los hombres blancos en noviembre fue saludado por Elon Musk al grito de «ha llegado la caballería».

No cabe desesperar, subsisten los recursos para insultar a Trump. Y son más sencillos de lo imaginable, basta con acusarle de tener las manos pequeñas, una característica anatómica que ni siquiera es ofensiva pero que le saca de quicio. Al levantar su manita derecha para jurar la segunda presidencia, estaba sufriendo más que cuando una bala le rozó la oreja. Todo el planeta podía evaluar en directo las dimensiones manuales que le obsesionan, su vergüenza invitaba a la compasión.

Si enlazamos los términos «Trump» y «machista», Google nos comunica que esta asociación se ha materializado 42 mil veces a lo largo de la última semana. Otra afrenta desactivada, cuando el republicano se convirtió en el primer presidente capaz de insertar en su discurso inaugural la frase «perfora, nena, perfora» para defender su apuesta petrolífera. El subtexto de explotación sexual le resulta indiferente, volvió a repetir el lema en el mitin multitudinario. Se ganó un rugido y una ovación.

Cómo ofender a quien disfruta tanto ofendiendo, cómo acusar de machismo a quien presume de machista. No se puede reclamar la ayuda de sus colaboradores, que bastante tienen con retirarle los documentos de la mesa para que no cometa locuras, según describe Bob Woodward en War. Hay que consolarse con venganzas minúsculas, contemplar por ejemplo a un germófobo de la talla de Michael Jackson o de Howard Hughes dándose un baño de multitudes cargadas de microbios contagiosos.

Trump estrecha la mano y sortea el abrazo, si pudiera se lavaría públicamente tras cada sesión de saludos, como hacía la familia real monegasca. Su momento más embarazoso fue el abrazo que le forzó Emmanuel Macron tras invitarlo a la inauguración de Notre Dame. El autor de la expresión «el virus chino» para referirse al COVID temblaba ante el posible contagio de gérmenes extranjeros.

No todas las incertidumbres que genera el regreso del monstruo han sido analizadas. Qué será del planeta, si los intelectuales exilados de Elon Musk se dan cuenta de que pueden sobrevivir sin tuitear. El agolpamiento del tiempo libre propiciará una oleada de crímenes, porque atacar a Trump posee virtudes higiénicas, casi curativas.

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