Opinión

El laberinto mágico de Donald Trump

Hay un lugar en Nueva York donde refugiarse del ruido del mundo. Está en la sede central de la ONU y lo diseñó el secretario general que, acaso por tomarse en serio la promesa de «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles», murió en un sospechoso accidente aéreo en África cuando trataba de evitar que el antiguo Congo Belga fuera desintegrado para permitir que la codicia de Occidente campara. Antes del plausible asesinato de Dag Hammarskjöld, el primer ministro del nuevo Congo libre, Patrice Lumumba, con la ayuda de la CIA y de militares belgas, fue secuestrado, torturado y eliminado, y en su lugar entronizado Mobutu Sese Seko, cancerbero de Washington en África austral. Ese lugar creado por Hammarskjöld es un cuarto minúsculo, con sillas de anea, un gran bloque de mineral de hierro, un fresco metafísico de un artista sueco, y silencio a raudales.

Hay un sombrero de ala ancha, rígida, cordobés, que podría esconder una cuchilla para cortarle la cabeza a cualquiera que se atreviera a besar a una primera dama elocuente por sus silencios, elegante y extemporáneo. El aditamento vela los ojos y podría haberle servido a una mujer de los años treinta con debilidad por los nuevos ricos para asistir a una de las legendarias fiestas que celebraba en Jay Gatsby en Nueva York cuando el mundo se encaminaba al abismo. El sombrerito, incrustado en el cráneo insondable de una belleza eslovena llamada Melania, se convirtió en un fetiche político en la toma de posesión del 47º presidente de la nación más rica y poderosa del mundo. Donald Trump se quedó con su agria miel en los labios y no pudo ni rozar el cutis marmóreamente satinado de su esposa, que no vivirá en la Casa Blanca cuando su marido se dedique como Midas a fundar una nueva Edad de oro para Estados Unidos cueste lo que cueste y caiga quien caiga.

Imagino que al injustamente olvidado Max Aub, escritor español nacido en París y muerto en el exilio mexicano, que contó de forma estremecedora la Guerra Civil Española en El laberinto mágico, un fresco novelesco en seis volúmenes que todo españolito debería leer, no le agradaría que su nombre y su obra cumbre se vincularan a un presidente tan pagado de sí mismo que no consigue ocultar su rictus de impaciente prepotencia, narcisismo incurable, resentimiento incorregible, ignorancia supina y una firma que es un filón para grafólogos y que se rodea de lacayos y millonarios para que le recuerden noche y día que Dios le salvó de la muerte para crear una nueva América a su imagen y semejanza.

En un viaje a Israel a finales de los años 60 y pese a ser judío, Max Aub (véanse sus Diarios, espléndidamente editados por Renacimiento) ya denunció que el sionismo es una forma de racismo y que el país se estaba convirtiendo en un peligroso experimento nacionalista estofado de religión: «Nos ayudan mucho los Estados Unidos. Sin ellos no podríamos vivir», o «El Estado israelí (…) es un movimiento religioso y racista, pero sólo en parte, lo que no es suficiente para declararlo fascista, porque entonces lo sería Norteamérica y no lo es». ¿Qué escribiría hoy Max Aub de lo que le espera a Estados Unidos bajo un iluminado de pelo rojo respaldado por más de 70 millones de compatriotas, y a los palestinos y a otros pobres de solemnidad, cuando uno de los mayores legados de la saliente administración demócrata de Joe Biden es un genocidio perpetrado mientras Europa miraba hacia otro lado?

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents