Opinión

Aquellas cuarentonas seductoras

De muy joven, las chicas de mi edad solían resultarme, con excepciones, difícilmente soportables; me sentía más cómodo con las que eran algo mayores que yo, por eso cultivaba y frecuentaba su trato. Inevitablemente, terminé por enamoriscarme de una de ellas, dulce y encantadora, pero me llevaba dos años, diferencia que en aquellas edades contaba mucho. Teníamos un trato asiduo, juntos reíamos mucho y nos encontrábamos bien; pero mi enamoramiento no resultaba correspondido, y quiero creer —con ello me consolaba— que era a causa de la diferencia de edad. Resignado, supe, sin embargo, transformar aquella sutil seducción en una entrañable amistad que perduró viva entre los dos hasta su muerte que, hace dos años, le llegó silenciosa y entre sueños. La muerte de una amiga o de un amigo, cuando son queridos y entrañables y han tenido una presencia significativa en nuestra vida, produce el efecto de una amputación, deja un vacío —su espacio—y la percepción de su ausencia es una forma de hacerse presente.

Pero peor que esa tendencia hacia las chicas que me llevaban algunos años era mi carácter de natural enamoradizo que me inclinaba a sentirme atraído por mujeres mayores, en plena y hermosa cuarentena. Y prendado estuve de un par de ellas. Una era la madre de una amiga, ambas del mismo nombre; redicho e insólitamente audaz, decidí dejarles en el buzón de su portal un poema —supongo que ripioso, pues yo andaría entonces entre los 15 y 16 años—; aprovechando la identidad de sus nombres, y echando mano de algún juego de palabras, abrigaba la pueril idea de que madre e hija dudasen sobre cuál de las dos era la real destinataria de la misiva lírica. Como era de esperar, no obtuve contestación, pero ambas, juntas o por separado, sonreían con mirada socarrona cuando se cruzaban conmigo, y yo respondía con gesto y mirada de complicidad. Y así pasaban los días en ese entendimiento tácito. Pero en una ocasión la madre y yo coincidimos en un ultramarinos y mientras esperábamos a ser atendidos ella se acercó y posando sobre mí aquellos ojos luminosamente verdes me espetó: “Nos ha gustado mucho tu poesía; gracias”. Aquel “nos” me aturdió, lo interpreté como el implícito reconocimiento de saberse destinataria de mis versos. Vagamente recuerdo que musité alguna frase, con gesto acartonado por el rubor. ¿Sabría que en realidad era ella, y no su hija, la dueña de aquellos pensamientos que transformé en endecasílabos de adolescente? Nunca lo sabré. Y ya no importa, claro. En una reciente visita familiar al cementerio, encontré por sorpresa su lápida. Al reconocer su nombre sentí entre nostalgia y vértigo. Junto a su nombre, un manojo de flores mustias. A punto estuve de dejarle una flor, pero las miradas que me rodeaban me coartaron; no entenderían aquel gesto, ni yo podría explicar aquella extravagante fantasía adolescente.

La otra mujer adulta cuya presencia logró cautivarme fue una profesora de inglés. Mis andanzas de estudiante me llevaron a dar con una pareja de profesoras que vivían juntas y se alternaban en sus clases. Una de ellas respondía fielmente al estereotipo de inglesa entrada en años; pequeña y enjuta, animosa y simpática, de pelo blanco y piel pálida con mejillas sonrosadas. No sabía ni una palabra de español, así que me veía forzado a expresarme exclusivamente en inglés. No usaba libro con ella; todo era conversación. Lo divertido era ver como daba instrucciones a la empleada del hogar para hacer la compra; cuando la mímica no le bastaba para darse a entender, recurría al dibujo; una vez hube de intervenir porque, queriendo encargar plátanos, intuí por los dibujos que corría el riesgo de que le trajesen pepinos.

Pero a quien quiero recordar es a la otra profesora, mucho más joven que la anterior. Se trataba de una española que había vivido muchos años en Inglaterra. Me resultaba enormemente seductora porque se parecía a Lauren Bacall; tenía la mirada felina y la voz grave. Saber que iba a pasar una hora con ella, sentado a su vera, era un aliciente extraordinario para el aprendizaje del inglés. Ya no recuerdo si su docencia era eficaz y si yo aprendía o no. La memoria, hábilmente selectiva, solo se ha quedado con lo mejor de sus clases: aquellos ojos gatunos de párpados que se movían a cámara lenta, aquel iris grisazulado, y aquella voz de frecuencia aterciopelada, envolvente y cordial.

Pero todo tiene un final, incluidos los sueños. Llegó el verano y se interrumpieron las clases que ya no reanudé con ella; en los meses siguientes empezaba el Preu y eso me llevó por otros caminos. Tuve que cambiar la mirada seductora de mi “Lauren Bacall” por las clases de inglés de un militar retirado, buen profesor y hombre afable, pero, claro, no era lo mismo. Ni de lejos.

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