Opinión
Padres sobreprotectores

Patio de un colegio público / Iñaki Osorio
Los padres de antes (usaré el masculino genérico, que no soy político) se pasaban de estrictos. Los de ahora, entre quienes me incluyo, nos pasamos de sobreprotectores. En mi época, cuando los profesores llamaban a casa o enviaban una nota para pedir una tutoría, lo primero que te llevabas era una colleja preventiva, por si acaso. Con suerte, solo una bronca. Y eso, aunque no hubieras hecho nada malo. La autoridad de los docentes era incuestionable, como la de los médicos, los curas o los periodistas (hoy esto no se lo traga nadie, ¿verdad?).
No digo que aquel fuera el modelo ideal —muchos casos de abuso se sustentaban en la premisa de que el niño miente y el profesor, no—, pero creo que a los padres y madres de ahora se nos está yendo de las manos esa defensa a ultranza de nuestra prole, incluso cuando sabemos que han obrado mal.
Por eso no me sorprende leer que la principal preocupación del profesorado de Vigo son las presiones y amenazas de los progenitores, por encima de la falta de recursos, la atención a niños con necesidades especiales o los bajos salarios. «Los defienden [a sus hijos] incluso en situaciones indefendibles; y eso hace que nuestra autoridad quede en entredicho», se quejaba una docente en declaraciones a este periódico.
Lo que yo me pregunto es: ¿qué mensaje estamos enviando a los niños al excusarlos cuando se portan mal? Cuando cuestionamos los métodos o capacidades de los profesores sin razón, lo que les enseñamos es que las normas y las figuras de autoridad pueden ser manipuladas o ignoradas. Les decimos, en esencia, que están por encima del bien y del mal, que sus actos no tienen consecuencias.
Esto me recuerda un capítulo que vi con mis hijos de Bluey, una serie australiana de dibujos animados convertida en fenómeno mundial por promover una crianza sensible, la comunicación y la gestión emocional a través de las hilarantes aventuras de sus personajes. La recomiendo encarecidamente. En ese episodio, el tío de Bluey, Stripe, va en coche con su hija Muffin y se salta un semáforo en rojo. La niña lo nota, se lo recrimina, y él se excusa diciendo que no pasa nada porque era «un caso especial». Un rato después, Muffin le pregunta si ella también es especial. Stripe, con cariño, le responde que por supuesto. A partir de entonces, ella deja de seguir las normas y hace la vida imposible a sus primas, Bluey y Bingo, porque es «especial» y puede hacer lo que le dé la gana. Solo cuando su padre comprende el origen de su comportamiento y le explica que no es especial, pero que aun así la quiere mucho, Muffin vuelve a respetar las reglas. El mensaje está claro.
Corolario: todos nuestros hijos son especiales, pero no perfectos, aunque nos lo parezcan. Es imperativo que las familias recordemos que nuestro rol no es eximirlos de sus responsabilidades, sino actuar como agentes socializadores y colaborar con el sistema educativo, que ya tiene suficientes problemas. La sobreprotección, lejos de ser un acto de amor, es un freno para el desarrollo integral de las nuevas generaciones. Que, por si lo han olvidado, son nuestro futuro.
Así que ni collejas ni sobreprotección: sentidiño.
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