Opinión
Estarse muy quieto
Estarse quieto, detener todo movimiento o gesto del cuerpo, puede volverse una experiencia estremecedora. Yo nunca había estado más que unos pocos segundos sin mover al menos un par de músculos. No incluyo, por supuesto, el acto de dormir. Después de medio minuto completamente inmóvil, la eternidad empieza a volverse insoportable, y acabas por hacer algo, por leve que sea: te tocas la cara, giras un brazo, desplazas la cadera, giras una pierna, vuelves el cuello, inclinas la espalda, rotas un pie, toses, hablas, miras de reojo. Absolutamente quieto y en silencio es complicado estar. Sin embargo, este domingo, 5 de enero, tuve que pasarme veintitrés minutos en la misma posición. Ni la menor concesión hubo al movimiento más leve.
No hacer nada, ni apretar un tornillo, ni planchar una camisa, ni ganar Ronald Garros, resulta ya alucinante. Estarse quieto, mucho más. Porque son cosas distintas. Las personas que logran no hacer nada viven en una tonalidad distinta al resto. No creo que sea fácil alcanzar ese estado de ánimo con el que te pasas los días diciendo «esto no», «esto tampoco», «ni loco», «ni que me paguen», «en otro momento». Todos podemos atravesar períodos así a cambio de que sean breves, en los que no logras ni cambiar una bombilla, solo ir del sofá a la habitación, de la habitación de nuevo al sofá, del sofá a la cocina, quizás de casa al bar y otra vez a la cama. Solo unos pocos privilegiados logran no hacer nada la mayoría del tiempo, lo cual a veces requiere una gran cantidad de movimientos.
Quedarse quieto es otra cosa, y casi indescriptible, pues implica ausencia de muchísimas cosas, un flirteo con la nada. Antes de prolongar mi inacción durante veintitrés minutos, todo fue, curiosamente, frenético, porque de pronto me di cuenta de que llegaba tarde al hospital. El sinfín de pequeñas acciones que uno emprende antes de salir de casa se vieron reducidas a vestirse y sin más atravesar la puerta y bajar al garaje. Pasó, entonces, lo nunca visto: cogí nueve semáforos en verde consecutivos. Increíble. Sumado a que era domingo, aunque víspera de Reyes, y no había apenas coches, y a que conduje como un chiflado, llegué con antelación. Y entonces, me practicaron mi primera resonancia. Es perturbadora la experiencia. Antes de acabar en el interior de una máquina intimidante, por su tamaño y el ruido, la técnica que la manejaba me trasladó, muy seria, una sencilla indicación: «Es importantísimo que no te muevas. Si te angustias ahí dentro, y no resistes, te dejo este timbre».
Me asustó, aunque no tanto como al añadir que permanecería allí dentro unos veinte minutos. Como la máquina emite sonidos infernales, me pusieron unos auriculares en los que sonaba Cadena Dial. Eso tampoco ayudó. A partir de ahí, los cinco primeros depararon una lucha sin cuartel en mi cerebro, para frenar la tentación del mover el dedo gordo del pie, incómodo por culpa del calcetín. En el minuto diez, sin embargo, dejé de sentir mi cuerpo. Cuando acabó todo y me dijeron «Ya puedes moverte», se rompió la magia. Aunque para compensarlo, el resto del día no hice nada.
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