Opinión
Un problema irresoluble
El juego del amigo invisible
Estábamos mi hija y yo en una tienda, tratando de decidirnos por un regalo para el amigo invisible. Conocida por la acumulación insuperable de pequeños objetos, la tienda a la que acudimos está pensada para que no te conformes nunca con llevarte una sola cosa. No sin trabajo, Helena acababa de reducir las casi infinitas posibilidades a dos. Semejante maniobra —lo máximo reducido a lo mínimo— adquirió categoría de milagro. Yo dejé escapar un aplauso que, sin querer, sonó irónico. Ahí estábamos ahora: ante un minibillar que costaba ocho euros, y un minifutbolín que costaba siete. Ambos juguetes resultaban lo bastante tontos, lo bastante graciosos, lo bastante inútiles y lo bastante baratos como para conducirla al éxito. El amigo invisible representa un juego en el que es difícil establecer diferencias sustanciales entre un buen regalo y uno malo. Partes del principio de que nadie va a acertar, así que los malos también gustan.
Puesto que el obsequio tenía que hacerlo Helena, la decisión última le correspondía. Pero saber qué quieres exactamente en la vida es dificilísimo. Quizás nunca se llega a descubrir a ciencia cierta. Te conformas con tomar decisiones basadas en criterios no demasiado profundos, que no te abocan a la parálisis. Pero Helena carece todavía de las herramientas que te permiten decretar que algo no te importa demasiado, que carece de importancia, y que te da igual cuál sea el resultado. Pasaban los minutos y no conseguía dilucidar si prefería el minibillar o el minifutbolín. Yo hacía que daba una vuelta, mirando objetos que no me interesaban gran cosa, y volvía. Me acercaba a ella con sigilo y le susurraba al oído: "¿Qué, te has decidido?" . Primero decía que no, pero después, aplastada por el peso de la duda, ya dejó de hablar. Apenas conseguía mover la cabeza de un lado a otro. "¿Nos llevamos el minibillar?", propuse, induciendo una respuesta. Negó con la cabeza. "¿Nos llevamos entonces el mibifutbolín?", planteé a continuación. También negó con la cabeza.
Se me ocurrió una idea bastante suicida: volver a buscar entre los miles de cosas de la tienda, o millones, algo que nos liberase del inabordable dilema. Tenía que haber en algún lugar algo verdaderamente divertido, tonto y barato. Gastamos otra media hora, después de la cual nada resultó tan buen regalo como el minibillar y el minifutbolín. Eran perfectos. Pero había que quedarse con uno, y decidirse devino en una tarea imposible.
Al final nos fuimos con las manos vacías. Se nos echaba encima la hora del almuerzo, y tampoco era que yo supiese qué íbamos a comer exactamente. Nos enfrentamos consecutivamente a dos de los conflictos más mundanos e incómodos ante los que cabe situarse: qué regalas y qué comes. Al menos aproveché la infausta mañana para explicar a Helena que aquello que nos acababa de pasar, no dejaría de sucederle a lo largo de la vida. No tener ni idea de qué hacer, y hacerlo; no estar satisfecho con tus decisiones y vivir pese a todo con levedad las equivocaciones.
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