Opinión
¿Chatgepe… qué?
La innovadora aplicación que generalizó el uso de la inteligencia artificial ha cumplido dos años
Debo confesarlo. Soy de los que no tienen más conocimiento de la inteligencia artificial (IA) que el recuerdo de HAL 9000, el malvado robot de 2001, una odisea en el espacio de Stanley Kubrick. Culpa mía. Me he resistido a interesarme por la avalancha de información sobre el asunto que lleva años bombardeándonos. En parte, por un inconfesable temor a lo desconocido y, en parte, porque pensaba que la cosa iba para largo hasta que llegara a ser parte de nuestras vidas. El tiempo me ha demostrado lo equivocado que estaba.
En una de las tradicionales cenas de estas fiestas, la cuestión irrumpió en la mesa familiar de forma abrupta. Tal vez con la intención de evitar la polarización, pregunté a mis hijos por cómo iban las cosas por la universidad. Mi hijo (Psicología) comentó, para gran escándalo mío, que estaba usando ChatGPT a la hora de escribir sus trabajos. Lo primero que pensé fue que estaba copiando o tirando del Rincón del Vago para ahorrarse trabajo. Inmediatamente, le reprendí y le advertí de que tuviera mucho cuidado de que no le pillaran.
Como un resorte, saltó mi hija (Matemáticas y Computación) con un desafiante «¿pero qué dices papá?». Nos informó de que ella llevaba usando la aplicación en sus estudios desde que estuvo disponible y la mayoría de los estudiantes de todas las facultades la usaban de forma habitual. Es más, los profesores animaban a los alumnos a usar ChatGPT en sus ejercicios y, solo en algunos casos, les daban la opción de hacerlos con la aplicación o sin ella. Es más, en la multinacional donde realiza sus prácticas esa es la herramienta que más se usa en el trabajo diario.
A mí me seguía escandalizando, como cuando me enteré de que los profesores dejaban a sus alumnos utilizar la calculadora en los exámenes de Matemáticas. Pero la fuerza de la razón me bajó abruptamente del guindo. La IA ya no es un tema de ciencia ficción, ni un asunto recurrente de las revistas tecnológicas y de los reportajes alarmistas de los periódicos. La IA ya estaba aquí como la cosa más natural. Definitivamente, había perdido el tren del futuro.
Leo que, en tan solo dos años, más de 300 millones de personas se habían convertido en usuarios activos de lo que hace tan solo dos años era «una versión preliminar de investigación». A ellas había que sumar los usuarios de otras alternativas similares como Copilot de Microsoft, Google Gemini o Perplexity AI, por citar solo algunas de las otras aplicaciones similares. Para mi consuelo, la web especializada de la que extraigo estos datos admite que, aunque la IA existía desde hace décadas, su vertiginosa velocidad de implantación ha pillado por sorpresa a todo el mundo, incluidos los especialistas del propio sector. Desde que pasé a la reserva activa, prácticamente no he pisado una redacción. Ignoro si en estos años han cambiado mucho los métodos de trabajo. Pero, desde fuera, tengo la sensación de que en la prensa, absorbida aún por hacer frente a desafíos anteriores, se habla mucho de inteligencia artificial, pero se utiliza poco. O tal vez lo hace de forma tan discreta que los lectores no lo percibimos. Espero que así sea, porque quedarse atrás, otra vez, en el desarrollo tecnológico podría ser un golpe muy duro en una situación de extrema debilidad.
No podemos dejar de mencionar los peligros que conlleva la celeridad con que se está imponiendo la IA. Una vez más, la tecnología nos marca el ritmo a nosotros, cuando deberíamos ser nosotros quienes marcásemos el ritmo a la tecnología. Primero se nos imponen los avances y luego, cuando ya es difícil la marcha atrás, nos planteamos los debates éticos o los malignos efectos secundarios. Como si nos quisieran usar de cobayas. En su muy interesante ensayo No soy un robot (Anagrama), el mexicano Juan Villoro reconoce las grandes ventajas que puede traer consigo la IA, pero también nos recuerda ciertas noticias que no dejan de ser alarmantes. Por ejemplo, el hecho de que el último Premio Nobel de Física, conocido como el «padre de la IA», haya renunciado a su cargo en Google porque, dijo, había creado un monstruo. Villoro asegura que «en el escenario más dramático, la IA se puede convertir en su propio amo», como ocurrió con HAL 9000. «Pero tal y como está ahora —sentencia— es acaso peor, pues depende de amos muy poco confiables, como Vladímir Putin o Elon Musk».
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