Opinión
Llegó el cuestionario
Me llegó el enésimo cuestionario por mail, plagado de preguntas «para escritores». Son la clase de preguntas que, para responder con frescura, quizá es mejor no ser escritor, porque la frescura ante esas cuestiones se te pasó tiempo atrás. Mejor si eres astrónomo, jardinero, ferretero, ingeniero, cocinero, informático, tal vez procurador. Las preguntas son facilísimas: por qué escribes, cuáles son tus costumbres o manías a la hora de hacerlo, cuáles dirías que son tus libros de cabecera, o si podrías hablar un poco de tu último proyecto, si es que tienes proyectos. Imposible no sentirse un pánfilo. Se pasa mejor con las preguntas exigentes, aunque en ocasiones no consigues salir de ellas. Algunos días, a la vista de su hondura, estás convencido de que el escritor es quien menos sabe de qué tratan sus novelas. El resultado es que el periodista te pega un baño fenomenal.
«Algunos días, el escritor es quien menos sabe de qué tratan sus novelas»
No hablemos de eso que se acostumbra a llamar ‘cuestionario Proust’, y que a menudo deviene en una entretenida mamarrachada. Me enviaron uno hace medio año, con curiosidades como qué color te gusta, cuál es tu canción preferida, cuál es tu mejor momento del día, qué hecho militar admiras, de qué manera te gustaría morir. Sin comentarios.
Mención aparte merecen los cuestionarios ingeniosos. En el último año, hubo alguno también. En una ocasión me preguntaron si alguna vez había querido matar a alguien. Me pronuncié con sinceridad, al admitir que en mi familia había querido matar a dos, aunque en el último minuto me flojearon las fuerzas. Justo después, con mucha intención, quisieron saber si tenía muchos o pocos amigos, y respondí a voleo que veintitrés. Con el tiempo, sentí que me había quedado corto, pero con más tiempo, empecé a pensar que la cifra constituía una exageración. Aquel cuestionario célebre acababa con una propuesta fascinante: «Imagina que te estás ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, te pasarían por la cabeza?». Estuve varios días pensando a qué se refería con el «esquema clásico». Al final respondí que pensaría con cierta nostalgia en un flotador, y luego me ahogaría con alegría, sin aletear.
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