Opinión
«Están a otra cosa»
La conversación pública y la ocupación principal del Gobierno y la oposición giran sobre la mujer de uno y el novio de otra
Enervada la función legislativa, el combate político —entre Gobierno y oposición— se ha trasladado al ámbito judicial, donde los tribunales han pasado a ser campo de batalla dialógica y los partidos han decidido dirimir sus diferencias, convirtiendo a los jueces en involuntarios árbitros de la política.
No parece razonable exigir a los jueces que se abstengan de intervenir en los litigios políticos cuando hay motivos sobrados para ello, ¿no es el caso, cuando se trama una insurrección institucional o se malversa el dinero de los contribuyentes?
Convertida la querella —denuncia ante la justicia de un presunto delito— en instrumento interminable de agresión, proliferan reveses judiciales que se encajan mal en el mundo de la política y en otros entornos.
Los jueces españoles no han capitulado a lenguaje sánscrito, «no judicializar la política», cuando lo suyo es «no politizar la justicia». Acaso ¿debe escapar la acción de astutos políticos, que no se someten a las leyes, al escrutinio de la justicia?
Amueblada la convivencia con fútiles contraseñas («no es no», «tú más», «qué hay de lo mío», «somos más», «esto es lo que hay») que arruinan la alternancia y arrojan a la mitad de los ciudadanos a las tinieblas exteriores, la verdad jurídica se sustancia en instancias judiciales, celosas de su autonomía.
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Colocando sus intereses por delante de otros afanes, los partidos políticos se han convertido en maquinarias de acaparar poder, en lugar de servir a las necesidades de los ciudadanos. Ya lo advirtió Séneca: «Hay que desconfiar del político que tiene unas ganas desmesuradas de poder».
Los últimos hechos acaecidos, ventilados en redes sociales y amasados en medios, contribuyen a galvanizar el interés social, condescendiente cuando se trata de asuntos relacionados con el afloramiento de la corrupción y cuestiones de índole sexual.
Las redes sociales —que han transformado nuestras vidas y democratizado la información— no pueden convertirse en nuevos tribunales populares, y el simple rumor es susceptible de tornarse en prueba de cargo. Ese es el resultado de un mero ajuste de cuentas.
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La inadmisión por el Tribunal Superior de Madrid —máximo órgano del poder judicial en la Comunidad— de la querella presidencial por prevaricación, contra un juez de instrucción de la Plaza de Castilla, fue el punto de inflexión para nuevas escaramuzas entre poderes y objeto de descalificación insólita por el Ejecutivo y sus socios.
Interpuesta por la otrora prestigiosa Abogacía del Estado (350 en activo y 250 en excedencia), la querella —presentada en pleno verano— fue vapuleada de forma unánime, por los tres magistrados.
En un voto particular concurrente, uno de los jueces defendió la necesidad de investigar al presidente del Gobierno por «abuso de derecho».
Cualquier abogado conoce el significado de «pretensión indefendible» y la Abogacía del Estado debió esgrimirlo, pero no lo hizo. Cabría preguntarse por qué. La contundencia de la resolución con el empleo de un funcionario público para un asunto particular y privado, en beneficio propio, hizo saltar las alarmas en el cuerpo.
Para el tribunal, resultaba evidente que se trataba de una querella instrumental que no buscaba condenar al juez, sino señalarlo públicamente; obedecía «al intento de tergiversar y no perseguía una presunta conducta improcedente del magistrado, sino evitar que el Poder Judicial investigara al Ejecutivo.
No quedó la cosa ahí. Se criticó con dureza la insinuación sobre la capacidad del poder judicial de interferir en la tarea del resto de poderes. «Todos los poderes públicos están sometidos a la ley».
En un tibio oficio de circunstancias, el abogado general apoyó a sus funcionarios, rechazó el concepto de lawfare y defendió la separación de poderes. Miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
Lo sucedido ha podido lastimar la imagen de un órgano cuyo papel ya se habría resentido en asuntos tan sensibles como la petición de apartar a un magistrado conservador, de la deliberación del TC sobre la cuestión de inconstitucionalidad; la ácida crítica a la Sala Segunda de TS por su denegación de la amnistía por malversación de caudales públicos. ¿Cómo puede decir un órgano administrativo de la Administración General del Estado que la amnistía es constitucional?
Last but not least, la cercanía física del despacho —al que se mudó el abogado general antes de la presentación de la controvertida querella— con el del presidente del Gobierno. No parece conveniente mezclar presidencia de Gobierno y abogacía del Estado.
Un efecto secundario de la colonización, sin sosiego, es el desprestigio de la dominada. En este caso, una institución de acrisolado prestigio —al servicio de los ciudadanos y sobre todo de la legalidad— en auxilio de una persona, con el aval del Ministerio Fiscal. A todo esto, la Asociación de Abogados del Estado sigue callada.
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El Ejecutivo lleva tiempo reaccionando —de forma destemplada— contra quienes se aventuran a contrariar sus axiomas y ha optado por la confrontación con el judicial. Lo vienen poniendo de manifiesto con demandas interpuestas contra jueces que instruyen causas, en lugar de colaborar con la justicia, como cabría esperar.
Quizás algún día habrá que buscar una explicación al desfondamiento moral de una sociedad que, insensible al futuro, «está a otra cosa» y tolera el desbarate de su historia.
A propósito, una reflexión reciente, de Miguel Delibes Jr.: «La vida ni acierta ni se equivoca, solo avanza. Hace falta mezclar todo, pesimismo y optimismo, fascinación y un poco de miedo por lo que pueda ocurrir. Necesitamos trasladar todo eso a la sociedad y señalar el riesgo de que detrás de todo esto, la humanidad se esté suicidando».
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