Opinión | Cuaderno de bitácora

Un mar esmeralda

Vista panorámica de la bellísima Ría de Vigo.

Vista panorámica de la bellísima Ría de Vigo. / M. Oruña

Cuando lo extraordinario comienza a formar parte de la rutina, de lo conocido y habitual, tal vez debiéramos preocuparnos. Llevo casi veinte años viviendo muy cerca de la costa de Vigo, y he visto muchas mareas vivas; sin embargo, nunca antes de este verano el océano había engullido toda la playa, arañando incluso las dunas llenas de vegetación. Supongo que esto debería preocupar más a los que se acaban de comprar un casoplón pegado al arenal, pero olvidémonos de los problemas particulares y vayamos a una visión panorámica del asunto, si les parece. Hagamos caso omiso, incluso, a la luna y a su influencia sobre las mareas. Pensemos en el sol. En ese totum revolutum de factores que componen el cambio climático. Hace menos de un mes, sucedía en el horizonte de la ría de Vigo otro hecho insólito, la Fata Morgana; cualquiera que mirase a la lontananza podía ver cómo, en el archipiélago de las Cíes, el pequeño puente de piedra que une las islas de Monteagudo y la del Faro se elevaba para alcanzar la altura de un edificio urbano. Era solo un espejismo, una ilusión óptica ocasionada por la inversión de la temperatura: un agua helada contrastaba con un calor insoportable y poco conocido en estas tierras del norte. El fenómeno hace referencia al hada Morgana —sí, la de la leyenda del Rey Arturo—, por su capacidad para cambiar de apariencia, y desde luego resulta muy poco habitual.

A mayor abundamiento, hace menos de dos semanas sucedía otro hecho insólito en la costa de la ciudad olívica. El mar ya no era azul, sino esmeralda. Un verde antinatural teñía la costa y, cuando el más pesimista ya clamaba al cielo contra la depuradora, resulta que no, que no era el hombre quien había teñido el océano, sino un alga conocida como Lepidodininium; esta planta es la causante de las famosas mareas rojas, pero también de estas inusuales mareas verdes, que al parecer no se producían en las Rías Baixas desde el año 1989, en que se pudo ver un mar esmeralda en la isla de Tambo, en la ría de Pontevedra. Dado que este efecto del color esperanza es inofensivo, no debemos entrar en pánico, pero sí tener muy en cuenta su causa: se produce por la elevada productividad de esta alga, debido a determinadas condiciones para el afloramiento. El clima sí influye de forma determinante en nuestras vidas y, aunque esta planta acuática no sea de por sí tóxica para el ser humano, podría estar implicada en muertes de peces e invertebrados.

Es fácil ser alarmista, pero aún manteniendo la calma más serena y el sentido común más pragmático, debemos aceptar esta realidad que llega como una apisonadora: el mundo conocido cambia, y lo hace rápido. Podemos reciclar, creer que contaminamos menos con los coches eléctricos y seguirle el rollo a los gobiernos, que son los que tienen las verdaderas herramientas para la estabilidad climática en sus bolsillos. Que nos cuenten en sus programas, además de todos sus planes políticos, sociales y económicos, qué piensan hacer sobre el medioambiente; y que nos lo cuenten incluyéndolo como tema prioritario, y no como uno hijo de un dios menor, tal y como se hace con la cultura. Escucharemos y tomaremos decisiones mientras miramos, con inquieta fascinación, el color de un mar esmeralda.

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