Opinión | MÁS ALLÁ DEL GUETO CRONOLÓGICO
Compromiso social
Por fin me llegó aquella carta como a todos los del 52. Sí, la mili arribaba así a nuestras casas por correo postal. Para algunos era la primera carta que recibían desde que habían llegado al mundo. La mayoría de edad se lograba a los 21 y, hasta ese momento, para cualquier tema, los padres eran los responsables finales de sus hijos e hijas.
Las mujeres lo tenían más crudo. Su mayoría de edad no significaba la emancipación plena. Para trámites legales, burocráticos o administrativos, seguían dependiendo de su progenitor y más tarde de su esposo. Su autonomía se circunscribía al cuidado de los hijos y del hogar. Esto era lo que les enseñaba la iglesia y el denominado Servicio Social. Unos cursillos específicos y obligatorios dedicados a las mujeres que programaba la Sección Femenina. Un aparato ideológico del régimen. Allí aprendían cocina, corte y confección, calceta, plancha, urbanidad y buenos modales, con el fin de perpetuar un modelo de mujer dependiente y dedicada en cuerpo y alma a la familia.
Paralelamente a los hombres nos reclutaban para el Servicio Militar, si bien para mucha gente esto significaba salir de su aldea al mundo y era, desde el punto de vista de la deslocalización una experiencia positiva, para otros seres humanos, sobre todo los que vivían en las ciudades y hacían una vida sin restricciones, les cortaba de raíz su proyecto vital durante más de un año, en función de si le tocaba por la armada o en el ejército de tierra. Los que realizaban estudios superiores, para ese compromiso obligatorio con el país, entraban en las denominadas milicias universitarias.
Por suerte, conseguí librar por inútil de la mano izquierda, y me escabullí de aquel marrón. Tengo una desviación cubital fruto de una fractura en la infancia y, cuando llegué a tallarme, el día que me convocaron a la Escuela de Artes y Oficios, mientras esperaba en la lenta cola que daba vuelta a la calle Pontevedra, escuché varias historias por boca de algunos de los que allí estaban. Comentaban con pelos y señales lo que iban a alegar para intentar librar la mili. Ese tiempo de espera y escucha fue para mi un regalo divino porque me permitió decidir que aquella desviación cubital, en la que ni había reparado, me podía arreglar la vida. Y así fue, me apuntaron, me mandaron a una revisión militar en Pontevedra, dónde me dieron, lo que se denominaba en el argot técnico soldado “excluido total”. Lo mismo sucedió con mi amigo y compañero de clase Moreno, que también logró eludir el servicio militar. Él por cómo movía su pierna, y yo por cómo doblaba mi mano. Era un momento en que había tanto joven en edad militar, que el reclutamiento obligatorio rebasaba las posibilidades del presupuesto del ejército para este cometido. Preferían librar a gente que alegara algo, aunque fuera muy peregrino, que declarar por sorteo excedentes de cupo entre la gente de reemplazo.
Reflexionando sobre aquellos ilógicos servicio militar y social obligatorio, he llegado a la conclusión de que quizá hoy necesitemos algo que, si bien para nada debe tener esa carga ideológica, que alienaba a las personas sin remisión en aquel alocado sistema, hoy podríamos diseñar un modelo ad hoc de “compromiso social” que se base en retornar a la sociedad parte de lo que nos proporciona. No hablo de un nuevo tipo económico impositivo. Me refiero al hecho de transferir a la sociedad parte de nuestros conocimientos y habilidades a través del reconocimiento y la atención al otro. Algo que debería formar parte de una sociedad del siglo veintiuno, sobre todo pensando en las metas que plantea la longevidad en un horizonte que está más cercano de lo que pensamos.
Así, ese “compromiso social” de los ciudadanos podría estar articulado, quizá desde la administración, para que todos, sin excepción, ni excedentes de cupo, pudiéramos aportar nuestro granito de arena, transferir conocimiento y ofrecer a los demás, en diferentes momentos y a lo largo de nuestra existencia, algún tipo de retorno social, en función de las posibilidades y actitudes de cada individuo, que pueden ir desde la atención personalizada a la difusión cultural y del conocimiento. Es decir, construir el futuro atendiendo a lo esencial frente a lo efímero a partir de una milicia de ciudadanos honestos con capacidad de desenvolver una vida común y solidaria en mayúsculas y retornar a la sociedad parte de lo que ella nos da.
Está claro que estudiar una carrera universitaria no cuesta mil euros al año, eso no da casi para el papel higiénico, la luz y otros servicios que consume el estudiante, y menos si es gratuita como se pretende. Tampoco el billete de tren, tiene un coste cero para la administración y no digamos la atención médica. Por eso, llegados a estas alturas y con la perspectiva longeva de las próximas generaciones, se hace urgente activar las conciencias en la necesidad y el compromiso de retornar a la sociedad parte de lo que ella nos brinda a cada uno de nosotros. Sin conciencia de ello y sin transferir parte de lo que se nos ha dado de forma solidaria con las aportaciones de todos, mal nos va a ir, porque el futuro más allá de la realidad virtual, pasa por las relaciones humanas y el compromiso solidario.
Cuando estaba cerrando este artículo, un amigo médico me envió una entrevista que le hicieron al doctor Pedro Cavadas. Ese cirujano que, con una visión solidaria de la práctica médica ha sido muy mediático por realizar intervenciones reconstructivas arriesgadas y complicadas. Me sorprendió en sus declaraciones un comentario que hizo al hilo de lo que estamos tratando. Cavadas, que suele operar en Tanzania y otros lugares del continente africano, a veces se trae a Europa, con su equipo, a algún médico de allí para prepararlo en cirugía reconstructiva y, cuando este vuelve a su país, “en vez de ir a ciudades remotas a atender a la gente, se va a las grandes ciudades a trabajar privadamente y a ganar pasta”. Esta afirmación del doctor me ha dejado preocupado y sorprendido. Parece pues urgente y necesario retomar un grado de altruismo, orientado a transferir a la sociedad una mínima parte del conocimiento que nos proporciona. Esta debería ser la pauta y no la excepción.
Decía mi director de tesis que todo lo que no se paga no se valora. Por eso, retornar a la sociedad mediante algún tipo de compromiso social parte de lo que esta ha hecho por nosotros ayuda a que pongamos en valor lo que se nos proporciona y tengamos los piés sobre la tierra. Además nos hará unos seres mucho más humanos, alejados del yo y más cercanos al otro. Porque el éxito social y económico de tipo personalista, no puede ser la única meta de autorrealización de nuestras vidas si no se complementa edulcorada con un halo de compromiso con los demás.
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