Opinión | Crónica Política
Soplan malos vientos
En este país complejo, tan fácil para la alegría como para el disgusto, ya no debiera suscitar ningún tipo de sorpresa cualquier acontecimiento, por inesperado que sea. Al fin y al cabo, todo se reduce a cambios de opinión entre lo que es bueno para el País y lo que es bueno para sus gobernantes, algo que no siempre coincide. A base de disgustos, una buena parte de la población está convencida de que lo que importa en el fondo, sobre todo en materias económicas y sociales, no es tanto el bien común como las consecuencias de una crisis –de cualquier tipo– siempre que afecte a personas concretas e identificables. Por eso, seguramente, lo que quita el sueño es una crisis sectorial o un problema imprevisto que aparece de repente y sin que tenga fácil reparación a simple vista.
Quizá por todo eso lo primero que padece la sociedad gallega es una especie de orfandad que afecta solamente a los mas necesitados en un primer momento, y también por eso seguramente aquí no hay conciencia clara de auténticos problemas cuyas posibilidades de arreglo, al menos a medio plazo, son remotas. En este punto, convendría fijarse en los últimos casos históricos en donde el Antiguo Reino ha padecido consecuencias que nadie esperaba, pero que casi de repente aparecieron en el horizonte como problemas estructurales de lo más serios y arriesgados. A eso se le llamó recortes, falta de financiación, paro y más últimamente daños graves en las estructuras mas importantes de la economía global.
Pero no conviene engañarse. Las crisis españolas en materia de economía, en algún momento atrás suministros, más atrás todavía en material imprescindible para potenciar la industria, han fallado, poniendo al país en situaciones de especial delicadeza. Un dato éste que conviene tener en cuenta siempre porque además de que España siempre tiene problemas límite, a la hora de la verdad no es fácil hallar a quien pueda ponerles remedio, por más que el tiempo que permanecen presentes esas cuestiones contribuye a disminuir el valor del conjunto de su economía.
Ahora mismo, la cuestión principal pendiente de búsqueda de una salida razonable es un disparate desde el punto de vista de la solidaridad y del equilibrio en el reparto de bienes que corresponde a España entera. Visto desde una opinión personal, las exigencias de partidos separatistas que cuentan mucho a la hora de conformar alianzas gubernamentales son imposibles de atender si se pretende conservar algo clave a la hora de marcarse objetivos. Es extremadamente difícil convencer a una parte de España de que la única justicia disponible y racional la otorguen quienes se peleen por ella.
Por lo tanto, es también casi imposible obtener grados de compensación en los cuales inevitablemente unos ganan más que otros y otros ganan más que pierden. La España de hoy es un desbarajuste no ya imposible de concretar, sino imposible de convencer. Eso, que algunos llaman orgullosa rebeldía, está creando brechas en todo el Estado, que ahora mismo nadie sabe cómo reducir o eliminar. En ese sentido por tanto, arreglar lo que se necesita va a ser obra de titanes. Titanes que habrá que fabricar cuanto antes, porque no existen ahora mismo en España un número suficiente de ellos que puedan ocuparse a la vez de hacer sobrevivir a un pueblo y hacerlo con comodidad. Hace falta espabilar, si se quiere conseguir que este país arranque de una vez y encuentre auténticas razones para llegar a convertirse en lo que pudo ser y todavía no es.
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