La histórica y difícil lucha por políticas éticas
Desde las primeras civilizaciones, el ser humano ha buscado en religiones y filosofías limites a su lado más oscuro y salvaje, aquel que, de alguna manera, más nos vincula con nuestro pasado animal. Aunque también es cierto que las religiones más antiguas eran fundamentalmente animistas y muchas utilizaban rituales tan crueles como los sacrificios humanos o la antropofagia, que incluso pervivieron en determinadas zonas de América y el Pacífico hasta tiempos relativamente recientes. Tan solo en Tenochtitlan, la capital de los mexicas, se sacrificaban un mínimo de 20.000 personas al año. Como señala Marcelo Gullo, aplicando el mismo porcentaje a la población actual de México equivaldría a matar hoy a más de medio millón de habitantes anualmente. Lo que da idea de las dimensiones de aquella tragedia, curiosamente mitificada por algunos sectores. Pero hay que señalar que estos dioses sedientos de sangre fueron, en general, primitivos y minoritarios. La filosofía griega, el confucionismo, el taoísmo, las enseñanzas de Shiddarta Gautama o las distintas religiones que se irán extendiendo por Asia, Oriente Medio y Europa, supondrán, en general, un freno, en mayor o menor medida, a la barbarie humana. Aunque el contenido de las mismas fuese, muchas veces, desvirtuado y utilizado para justificar guerras de religión o numerosas tropelías. Un curioso ejemplo de esto fue la famosa frase pronunciada por el legado papal, Arnaud Aumary, durante la cruzada albigense, cuando le explicaron que en la sitiada ciudad de Béziers junto a los herejes cátaros había muchos piadosos católicos. Su brutal respuesta fue: “Matadlos a todos que, (al llegar al cielo, se entiende), Dios ya conoce a los suyos”.
Caso paradójico es el de la revolución francesa, que consiguió algunos logros incuestionables como la abolición de privilegios para nobleza y el clero o la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, pero a costa de un genocidio colectivo como en la región monárquica de la Vendée, en donde los republicanos apiolaron a más de 200.000 almas o la época de Robespierre y el terror, en la que la guillotina se cobró unas 30.000 cabezas. La propia toma de la Bastilla resultó profundamente macabra con los revolucionarios paseando por París las cabezas del alcaide y sus guardias en lo alto de unas picas. Pero lo peor fue que este proceso revolucionario desembocó en el consulado y finalmente en el Imperio, alumbrando a un carnicero como Napoleón Bonaparte, que llevó la guerra a, prácticamente, todos los confines de Europa, siendo el causante de alrededor de seis millones de muertos entre civiles y militares. Que los franceses hayan ensalzado su, profundamente sangrienta, revolución y que Bonaparte este enterrado con todos los honores en el palacio de “los invalidos”, sin que exista un claro revisionismo histórico en su moderna sociedad actual es algo realmente llamativo.
El siglo XIX y en gran parte del XX se dieron algunos avances éticos indudables, como la definitiva abolición de la esclavitud o el sufragio femenino en las democracias occidentales, pero también se dieron algunos de los peores episodios de la historia de la humanidad, como dos dramáticas guerras mundiales y acontecimientos absolutamente execrables como la colonización belga del Congo, el holocausto nazi o los genocidios perpetrados en Rusia por Stalin, en China por Mao y en Camboya por Pol Pot, por nombrar solo algunos y aunque la creación de la ONU, como heredera de la fallida Sociedad de Naciones, supuso un avance en el campo de la defensa, a nivel internacional, de los derechos humanos e impulso los procesos de descolonización, enseguida se vio maniatada por la estructura del consejo de seguridad y los privilegios que se aseguraron las grandes potencias y especialmente el derecho de veto.
"A pesar de lo avanzado en el campo de los derechos civiles, no siempre marcan las decisiones de los gobernantes"
Con la caída del muro de Berlín y ese “fin de la historia” que pronosticase Fukuyama, muchos pensaron, ingenuamente, que la humanidad tenía la oportunidad de dar pasos históricos en un mundo en distensión que podría ser regido por criterios mucho más éticos. La evolución de los acontecimientos nos ha demostrado que no ha sido así. No me referiré a los gobiernos autocráticos o a las dictaduras, en algunos casos al mando de potencias nucleares de primer orden y cuyos principios y escala de valores son ciertamente preocupantes, pero incluso en occidente se ha venido anteponiendo, en muchas ocasiones, los intereses geopolíticos, económicos o comerciales frente a principios éticos básicos. Cuando en febrero de 2022 Rusia invadió Ucrania, pisoteando el derecho internacional más elemental, la prestigiosa catedrática de Derecho Internacional Araceli Mangas recordó, en un excelente artículo titulado, “¿Se pudo evitar la agresión rusa a Ucrania?”, que estaba muy bien que occidente criticase el uso de la fuerza frente a un país independiente, pero que no hay “un derecho internacional para los aliados y otro para los enemigos”, recordando a continuación múltiples casos en donde occidente actuó, a su juicio, de manera similar a Rusia (desde la invasión de la isla de Granada en 1983 para evitar un régimen comunista, los bombardeos a Serbia en 1999, dividiendo el país, hasta la invasión de Irak en 2003).
En los dos conflictos actuales los países aliados vuelven a enfrentarse a cuestiones éticas fundamentales. ¿Apoyar de manera más decidida a Ucrania para que pueda vencer la guerra, aunque ello pueda suponer una escalada, incluso eventualmente nuclear, o pueda suponer la cronificación del conflicto y un drama humanitario mucho mayor o presionar para buscar una salida negociada que pararía la sangría humana y la destrucción del país a cambio de cesiones a Rusia que este país podría vender internamente como una victoria? Lo mismo en Oriente Próximo. ¿Presionar a Israel para que su legítimo derecho a la defensa sea proporcional y con respeto al derecho internacional y humanitario o seguir armándolo hasta los dientes y mirar hacia otro lado?
En definitiva, da la impresión que, a pesar de lo mucho avanzado en el campo de los derechos civiles, los principios éticos y humanitarios no siempre marcan las decisiones de los gobernantes, ni siquiera en aquellos que representan a las sociedades más avanzadas del planeta y que otro tipo de intereses siguen primando a la hora de tomar las grandes decisiones.
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