En ocasiones la distancia entre la oportunidad y el riesgo, entre el progreso y la amenaza, está delimitada por una finísima línea roja. A la vista de la reacción de muchos padres y madres, profesores, psicólogos, pedagogos e incluso tecnólogos, el uso de las pantallas, en especial las de los teléfonos móviles, en los colegios e institutos se encuentra en esa encrucijada. Hasta el punto de que la corriente de opinión que exige a las administraciones que adopten medidas para poner freno a un fenómeno que consideran descontrolado y de peligrosas consecuencias es cada vez más potente.

Tras dar un paso adelante valiente y sensato con el veto al consumo de las bebidas energéticas por parte de los menores, una decisión que ha arrastrado a otras comunidades autónomas a iniciar procesos legislativos semejantes, la Consellería de Sanidade ha dejado ahora la puerta abierta a extremar la regulación sobre el uso de los móviles en las aulas. Aunque Galicia es una de las pocas autonomías que ya limita por ley el empleo de estos dispositivos “como mecanismo de comunicación durante los tiempos lectivos”, la realidad nos enseña que esa normativa se ha quedado corta y que precisa de una ampliación más detallada para evitar que algunas decisiones sigan al arbitrio de los centros, como ocurre hasta ahora, por ejemplo, durante los recreos.

Algunos datos nos permiten ver la gravedad del empleo descontrolado de los móviles. El 90% de los adolescentes gallegos se conecta cada día a internet; casi un tercio hace un uso problemático de esta tecnología; dos de cada tres chicos llevan el móvil al centro educativo; y muchos admiten que hacen uso de él cuando el profesor está explicando. Si a esto añadimos que el ciberbullying (acoso digital) es un fenómeno al alza; que el móvil es una de las principales causas de los problemas de convivencia entre los jóvenes, pero también con sus padres; que el teléfono sirve para tomar fotografías o vídeos ofensivos; que no pocos jóvenes participan en chats descontrolados; que las grandes plataformas dan un fácil acceso a contenidos para adultos o que invaden su privacidad a partir de la industria de datos privados; que su uso desmedido y sin tutela provoca ansiedad, depresión, estrés e incluso está detrás de gran parte de los pensamientos suicidas que asaltan cada vez a más menores... Si atendemos a toda esta fenomenología, el problema adquiere una dimensión que urge atajar.

El propósito de reforzar las competencias digitales de los jóvenes, de proporcionarles habilidades tecnológicas avanzadas (búsqueda de información, creación de contenidos propios e incluso la posibilidad de comunicarse) se entendió como una oportunidad que ninguna sociedad desarrollada quiso desperdiciar. Y así se entendió en la mayoría de los países europeos cuyos gobiernos hicieron un extraordinario esfuerzo por potenciar las herramientas digitales en el ámbito educativo. El proceso experimentó un acelerón durante la pandemia, particularmente en los periodos de cuarentena y distancia social.

El empleo de las pantallas y los dispositivos móviles ha venido para quedarse. Sería un contrasentido iniciar un camino en la dirección contraria. Sin embargo, las alarmas desatadas sobre ese uso descontrolado, que en no pocos casos se traduce en una adictiva dependencia, deben hacer reflexionar a nuestras autoridades –sanitarias y educativas– y darle una vuelta de tuerca a la legislación para que detalle cuándo, cómo, dónde y para qué se pueden emplear los dispositivos en los recintos educativos.

Diferentes estudios sobre el impacto del móvil en el proceso de formación y enseñanza contribuyen a afianzar la idea de una necesaria revisión. Así el último informe PISA nos advierte de que los alumnos de 15 años que leen en papel mejoran su comprensión lectora tres veces más que los que solo leen a través de las pantallas; otros estudios advierten que se aprende más y mejor escribiendo a mano que con un teclado; o que la sobreexposición a las pantallas perjudica la atención, la estabilidad emocional y afecta negativamente al proceso de aprendizaje. O sea que la tecnología es parte de la solución, pero no es la solución.

"Estamos ante un problema poliédrico, con muchas aristas, que no se resolverá con la simple prohibición. Aquí hay muchos actores en juego, uno de los más importantes son las familias"

Como consecuencia de todo ello, aquellos países que en su día apostaron por el bum digital en las aulas están ahora en un proceso de repliegue, regresando en buena medida a las herramientas analógicas. Gran Bretaña, Holanda o Suecia, entre otros, han implementado prohibiciones en los recintos educativos, por razones pedagógicas, pero también de convivencia. En España, algunos centros, curiosamente los más activos, los elitistas, han colocado carteles en sus entradas informando que son “espacios libres de móviles”. Su incumplimiento acarrea importantes sanciones.

Pero no hace falta ir tan lejos, porque en centros públicos gallegos también han adoptado, valiéndose de su autonomía, medidas similares, y a juzgar por lo que indican sus promotores el resultado es más que positivo.

Estamos, en todo caso, ante un problema poliédrico, con muchas aristas, cuya solución no puede exclusivamente depositarse en la administración. Sería demasiado ingenuo creer que la situación conflictiva se resolverá con una mera prohibición y un duro régimen sancionador. Entre otras razones porque la prohibición podría incentivar todavía más el uso clandestino y sin supervisión.

Los padres y madres, sin ir más lejos, deben jugar un papel esencial en este empeño. Los expertos aconsejan que las familias establezcan reglas y límites sobre el tiempo de pantalla y que tengan un control sobre los contenidos. Pero también animan a cambiar el modo de relacionarse con sus hijos. Que ellos no los vean como alguien que solo dicta normas. Recomiendan preocuparse por la vida social de los menores, compartir tiempo, escucharlos, hacerles comprender que el mundo no es el que siguen cada día en las redes sociales; que vean, en definitiva, en ellos a unos padres que procuran entenderlos y no a unos jueces que solo imponen una ley arbitraria.

Ante un fenómeno tan complejo la única vía es la de corresponsabilidad de todos. En esa línea, la Administración tiene que jugar su papel, fijando con claridad los límites, cubriendo los vacíos legales que todavía existen y fomentando con campañas pedagógicas sobre hábitos saludables. Para que nuestros menores no se sientan excluidos ni bichos raros por tener el móvil siempre entre las manos. Para que entiendan que la vida es mucho más, y mejor, que lo que les llega cada minuto a través de las pantallas.

Mientras no se tomen cartas en el asunto, el problema irá a más y seguiremos viviendo una ficción, esa que, en palabras de un psiquiatra experto en tratar a menores con ideas suicidas, nos alerta de que “los chicos tienen hoy más interacciones (digitales) que nunca y están más solos que nunca”.