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Las entrevistas a los fanáticos en los mítines de Trump

Xabier Fole

Xabier Fole

Ya es un subgénero consagrado. Acudir a los mítines de Trump y entrevistar a sus seguidores. Allí, entre banderas y disfraces, uno puede encontrar de todo: fundamentalistas religiosos, conspiranoicos de todos los pelajes, gente que odia a Biden, apasionados de las armas de fuego, padres alarmados por el adoctrinamiento de sus hijos en las escuelas, defensores de la Confederación y algún desorientado antisemita. Lo hace Jordan Klepper en “The Daily Show”. También Jason Selvig y Davram Stiefler, conocidos como “The Good Liars”. El objetivo de estas entrevistas es mostrar la ignorancia estructural de los entrevistados. Reírse de ellos, vaya.

Los entrevistadores se acercan a estas personas sin agresividad, incluso dejando entrever algo de empatía, y les hacen preguntas muy simples. Los entrevistados no suelen decepcionar; son incapaces de desarrollar un argumento a favor de la causa que defienden con entusiasmo, se contradicen de manera evidente (menos para ellos mismos), reproducen teorías disparatadas, repiten los bulos que han escuchado por ahí y exhiben su racismo sin ningún tipo de pudor (algunos porque no conocen la identidad de los entrevistadores; otros porque no ven ello nada reprobable).

"Cuánta estupidez junta. Cuánto racismo. Cuánta horterada. Cuánta ridiculez"

Después de ver algunos de esos vídeos, el espectador, que tiene un perfil ideológico muy concreto, se ríe y se lleva las manos a la cabeza. Cuánta estupidez junta. Cuánto racismo. Cuánta horterada. Cuánta ridiculez. Los entrevistadores no realizan ningún comentario al final de cada declaración. No hay una réplica del tipo “pero mire usted, señor (o señora), lo que dice no es verdad, como demuestran estos datos, etc.” Nos dejan, en cambio, con un silencio cómplice. Un silencio que nosotros, como audiencia, hemos de rellenar con nuestra inteligencia. Y nuestras risas. Porque los entrevistados no pillan la ironía; nosotros, en cambio, sí.

No hay duda de que uno se entretiene viendo estas entrevistas (algunas declaraciones son ciertamente hilarantes); pueden incluso llegar a ser adictivas, como esos vídeos de accidentes domésticos que circulan por las redes sociales. Tampoco se trata solo de comedia, aunque el tono sea fundamentalmente humorístico. Porque los asuntos que en ellas se abordan son muy serios: la educación, el aborto, la guerra en Ucrania, el asalto al Capitolio, la legitimidad de las elecciones presidenciales, los derechos de las minorías, los tiroteos en las escuelas, etc. Los entrevistados parecen muy convencidos de lo que dicen, aunque todos ellos están situados a una distancia muy lejana de la realidad.

A uno le queda la duda, sin embargo, de si estas entrevistas, una vez pasada la fascinación por lo extraño, sirven para algo, si no es para perpetuar el sesgo de confirmación, al tomar la parte extrema por el todo. Porque, desde 2016, cuando el subgénero se popularizó, las conspiraciones no han disminuido. Tampoco ha aumentado el nivel de algunos representantes. Unos se siguen riendo y otros siguen sin pillar la ironía. Pero los propagadores de bulos tienen que estar satisfechos: los entrevistados son sus clientes y estos siguen apareciendo en televisión.

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