En su entrevista, Carlos Alsina le ha preguntado a Pedro Sánchez por qué nos ha mentido tanto. Es la pregunta que por si sola definiría una legislatura y que el presidente del Gobierno únicamente pudo responder diciendo que él no ha mentido, simplemente ha cambiado de opinión. El problema es que lo ha hecho tantas veces y en tantos terrenos que podríamos estar recordándoselas hasta el día del juicio final.
La mentira ha sido siempre el clavo ardiendo al que teóricamente no debería aferrarse un político, aunque su importancia en plena era de la falsificación la queramos reducir a la anécdota. Al menos eso es lo que le gustaría a Sánchez, enfrentado a una deuda de credibilidad sin parangón. El presidente no es más fiable por dejar entrever que el fin justifica los medios en el conflicto catalán, que considera superado tras los indultos y las concesiones a los separatistas. Su liderazgo tampoco concita esperanza aunque se esfuerce en recordar una y otra vez la pandemia, la erupción de un volcán y la guerra como escollos insalvables de una legislatura accidentada. Su mayor déficit, no obstante, y como consecuencia su pésimo legado, es el frentismo, el daño irreparable a la convivencia y la erosión de las instituciones; enumerar agujeros nos llevaría tanto tiempo como desgranar las veces en que según él ha cambiado de opinión y, según muchos españoles, se ha cansado de mentir incumpliendo su palabra.
Uno de los logros de esa política frentista de Sánchez, sus socios populistas y separatistas, es el crecimiento de Vox, algunos de cuyos dirigentes se empeñan estos días en que la violencia machista es fruto exclusivamente de una alucinación ideológica. Cuando Alsina le requirió para que dijera si con su abstención los socialistas iban a propiciar un gobierno del centroderecha sin el partido de Abascal en el caso de que el PP ganase las elecciones, Pedro Sánchez se fue por los cerros de Úbeda. La entrevista de las grandes preguntas sin respuesta resultó ser reveladora.