Errores judiciales trágicos

Julio Picatoste

Julio Picatoste

La verdad es una y los caminos del error infinitos

D. Giuriati

La prensa ha dado cuenta estos días de una revelación estremecedora ocurrida recientemente en Australia. Hay en la noticia dos vertientes; la trágica de un gravísimo error judicial y la venturosa de un descubrimiento científico que puso fin a la tragedia.

Kathleen Folbigg fue condenada en 2003 como autora de la muerte de sus cuatro hijos cuando tenían entre 19 días y 18 meses; tres de esas muertes habrían sido llevadas a cabo voluntariamente por la madre y la cuarta le era atribuida a título de imprudencia. Las muertes se fueron produciendo entre 1989 y 1999. Ella siempre se declaró inocente y afirmaba no saber cuál era la causa de la muerte de las criaturas. Fue condenada a treinta años de prisión. Tras veinte de reclusión, se ha podido comprobar, gracias a los avances de la ciencia, que la infortunada Kathleen era inocente. La muerte de los pequeños ocurrió por causas naturales debidas, en dos casos, a una mutación genética y, en los otros dos, a causa distinta relacionada con la epilepsia; no había acción homicida de la madre. Kathleen Folbigg era inocente. Al dolor inmenso de la pérdida de sus cuatro hijos se sumó el golpe terrible de una condena injusta por cuatro delitos no cometidos que la mantuvo encerrada durante largos años. Perdió a sus hijos, perdió su libertad, y, considerada como una cruel asesina en serie, perdió su honor. Se hace difícil entender cómo pudo sobrevivir a tan aterrador naufragio vital.

Si no se apreció en el cuerpo de los niños acción mecánica o química que pudiera ser causa de la muerte, ¿cuáles fueron entonces las pruebas que llevaron al jurado a condenar? Parece que tuvieron relevancia unas líneas escritas por Kathleen en su diario que fueron interpretadas en sentido autoinculpatorio. El texto, sin embargo, no era en modo alguno concluyente.

"En el ámbito penal, toda sentencia absolutoria es un fracaso. Si el acusado era culpable, un criminal habrá quedado impune y la víctima defraudada y no resarcida. Y si era inocente, habrá sido injustamente sometido al calvario de un proceso público"

Esta tragedia judicial me trae a la memoria otras calamidades similares. Quizá una de las más conocidas sea la de los marroquíes Ahmed Tommouhi y Abderrazak Mounib, ambos condenados por la Audiencia Provincial de Barcelona por una violación que no habían cometido. Mounib murió en prisión mientras cumplía condena. Tommouhi la cumplió íntegramente: quince años en prisión. El caso es contado con detalle por Braulio García Jaén en su libro ‘Justicia poética’. Todo empezó con una identificación errónea por parte de la víctima de la violación. ¡Ay, esas ruedas de reconocimiento! ¡Ay, esa memoria engañosa de los testigos! Consumada la condena del inocente, se descubrió al que, en unión de otra persona que no llegó a ser identificada, era el verdadero autor de la violación. Tenía un cierto parecido físico con Ahmed. Terrible. De pronto, este desdichado, pobre hombre inútilmente inocente, vio su vida cruelmente parasitada por una culpa ajena, como una tenia despiadada que se hubiese instalado en sus entrañas para despojarle de todo, de su inocencia, de sus días, de su vida, de su familia.

"Pero si hay un fracaso rotundo y trágico es el que resulta de la condena de un inocente"

En el ámbito penal, toda sentencia absolutoria es un fracaso. Si el acusado era culpable, un criminal habrá quedado impune y la víctima defraudada y no resarcida. Y si era efectivamente inocente, habrá sido injustamente sometido al calvario de un proceso público con todo lo que ello implica de inquietud y sufrimiento. Pero si hay un fracaso rotundo y trágico es el que resulta de la condena de un inocente. Es la forma más corrosiva y neroniana de injusticia; es una tortura que abrasa por dentro y destruye por fuera. El proceso penal se construye en torno a un entramado de garantías cuyo objeto es, precisamente, evitar el error, la condena del inocente. Por eso, cuando esta se produce no solo se perpetra una injusticia máxima, sino que el sistema todo habrá fracasado. De ahí que la máxima final, el último valladar puesto a la condena injusta, se concrete en el conocido principio ‘in dubio pro reo’, esto es, en la duda, a favor del reo.

Basta con que en el entendimiento o en el ánimo del juez o de los jurados se instale la duda para que el acusado deba ser absuelto. La condena debe basarse en la certeza sin grieta alguna donde la duda pueda alojarse. Si la certeza justifica la condena, la duda obliga a la absolución. El error debe conjurarse extremando el rigor crítico en la fijación de los hechos y análisis de las pruebas, desbastando unos y otras, despejando dudas e infirmaciones (sí, infirmaciones, no afirmaciones), ejercicio necesario para ir esculpiendo la verdad. Y, por último, contra el error, garantismo. Las garantías penales y procesales –habla ahora Ferrajoli– “son al mismo tiempo garantías de verdad y garantías de libertad y dignidad de la persona”.

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