DE UN PAÍS

Robinson no está solo

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

Sobre qué es un libro clásico, el lector encontrará infinidad de apropiadas definiciones. Podríamos establecer que es aquel que, atravesando las generaciones y las culturas, fuera capaz de expresar de forma original y brillante unos valores permanentes y compartidos. Entre la larga lista, en permanente expansión, de los libros clásicos, ¿quizá también obras maestras?, acostumbro señalar en primer lugar a “Robinson Crusoe". No lo tengo por el libro mejor escrito, el más ameno o el más provechoso: simplemente fue, después de los tebeos, el primero. Mi padre acicateaba mi curiosidad insistiendo en la tenacidad, superación de las dificultades, adaptación al medio e, incluso, la supervivencia en un mundo hostil que el arquetipo de náufrago encarnaba; en definitiva, un manual para la vida. Tenía razón, claro.

De entonces a ahora media lo dicho, una vida, y “Robinson Crusoe” sigue siendo, como “El Quijote”, “Moby Dick”, los “Sonetos” de Shakespeare, la poesía de Borges o las barojianas inquietudes de Shanti Andía, un libro al que volver, en distintas ediciones, con la esperanza, a veces confirmada, de descubrir nuevos capítulos e ilustraciones con que ampliar el mundo percibido por el náufrago en una isla de la desembocadura del Orinoco.

“'Robinson Crusoe' es un libro al que volver con la esperanza de descubrir nuevos capítulos e ilustraciones para ampliar el mundo del náufrago”

Como en otras ocasiones, no siempre, la obra amplía su capacidad de sugestión cuando conocemos algo del propio autor, Daniel Defoe, de sus avatares vitales. Mucho de la peripecia aventurera e imprevisible de Robinson parece destilarse de la del mismo Defoe, periodista, político, escritor y comerciante entre otros muchos oficios de ocasión. Álvaro Cunqueiro recordó en alguno de sus artículos para FARO DE VIGO, la repetida presencia, al morir el siglo XVII, del Defoe comerciante en Baiona, ocupado en surtirse de tejidos y vinos del Ribeiro, para su transporte al cosmopolita mercado londinense.

Crusoe, como el Ismael de Melville o el Marlow de Conrad, son tipos desengañados a fuerza no tanto de padecimientos físicos sufridos como del conocimiento de los hombres. El escritor barcelonés Use Lahoz (1976) ha publicado un atractivo artículo sobre la soledad y la cambiante percepción que de ella tenemos a lo largo del tiempo. Lahoz advierte, con tino, que Robinson Crusoe “nunca se sintió solo” y que la soledad sería, para muchos, un revulsivo para la creatividad y una necesidad vital.

La siempre recomendable lectura del libro de Defoe tiene la facultad de espantar los fantasmas de la abulia y la melancolía para provocar el renuevo de las esperanzas que germinan en la infancia. Esa rara cualidad es signo distintivo de las obras maestras, de los libros clásicos.

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